EDITORIAL


Lengua, lenguaje y cultura

 

No es exactamente lo mismo "lengua" que "lenguaje", aunque el Diccionario de la Real Academia hace coincidir dos acepciones de las varias que atribuye a cada una de las voces. El término "lengua" lo mismo que la palabra "habla", aunque ésta con una menor extensión territorial, hace referencia al modo de expresión de una comunidad humana de cierta entidad. Con toda propiedad lo expresa la definición académica: "Sistema de comunicación y expresión verbal propio de un pueblo o nación, o común a varios"; y también "Sistema lingüístico que se caracteriza por estar plenamente definido, por poseer alto grado de nivelación, por ser vehículo de una cultura diferenciada y, en ocasiones, por haberse impuesto a otros sistemas lingüísticos". Definición impecable que, si no contara ya con el aval oficial de la Academia, tiene a su favor el ser, casi a la letra, la adoptada por tan docta autoridad como la del profesor Alvar, en su Manual de Dialectología Hispánica publicado hace sólo unos meses. Esta noción de lengua, que tiene su propio hábitat en las pacíficas y limpias aguas de la filología, ha sido después vertida interesadamente en la piscifactoria de la política y rebautizada con el nombre de "hecho diferencial".

De otro lado está el "lenguaje", que es, también según el Diccionario académico, el "conjunto de sonidos articulados con que el hombre se manifiesta o siente". De manera que en tanto la lengua es un elemento de identificación cultural que afecta por consiguiente al grupo, el lenguaje en cambio conecta directamente con los elementos singulares del mismo, que son los que utilizan en su función de transmisión de ideas y sentimientos y de hecho lo usan de diferentes modos, en los que se trasluce la personalidad del hablante: éste tiene un lenguaje refinado y culto aquél raez y grosero, el otro pedante y enfático, el de más allá descuidado y vulgar. Esa misma neta diferenciación entre "lengua" y "lenguaje" lo establece Dña. María Moliner, que entiende por lengua el "conjunto de formas vocales de expresión que emplea para hablar cada nación", definiendo el lenguaje como "manera peculiar de hablar alguien".

Refiriéndonos de momento a la lengua, la primera y más destacada relación entre ella y cualquiera de las materias a que se aplique, entiendo que está en el hecho de ser la una y las otras, elementos culturales. La distinción entre naturaleza y cultura es antigua, aunque sólo hasta el presente siglo, merced a las aportaciones sobre todo de Windelband y Rickert, se acertó a diferenciar ambos territorios de la realidad con un criterio serio, apelando al tipo de ciencia que estudia uno y otro o, más exactamente, al método utilizado en la conformación de los respectivos saberes. Así nacen las que los autores alemanes mencionados llamaron Naturwissenchaften, ciencias de la naturaleza o ciencias naturales y Kulturwissenchaften, ciencias de la cultura, también designadas ciencias del espíritu y ciencias humanísticas (y no ciencias humanas, ya que toda ciencia, en cuanto a saber elaborado por el intelecto, es necesariamente humana). Las primeras se construyen con una metodología matemática en tanto que en las segundas se aplica la metodología histórica. Con esta fina distinción se ponía fin a una larga tradición que, desde Aristóteles, había manejado un concepto unitario de ciencia asentado en el modelo matemático (recuérdese por ejemplo, la Ethica ordine geométrico demostrata, de Spinoza) y que condujo a reiterados fracasos en la construcción de saberes humanísticos, dándose paso a la construcción dual del conocimiento científico, por nadie desmentida desde la trascendental aportación de los autores alemanes.

A partir de entonces, las cosas quedan aclaradas con toda nitidez: en todo el inmenso conjunto de objetos que constituyen la realidad, hay unos producidos por la actividad humana, lo que imprime sobre ellos la doble característica de manifestarse y desarrollarse en el mundo de la libertad, como propiedad básica del hombre, y de estar instalados en un curso diacrónico, es decir histórico, de acuerdo con la misma condición histórica del hombre; por eso, las ciencias culturales, como antes se dijo, deben manejar la metodología histórica. Este conjunto de objetos integran lo que se conoce con el nombre de cultura. De otro lado, están los objetos en cuya producción no ha tenido intervención el hombre, sino que proceden, bien de una Divinidad o Demiurgo, en las concepciones creacionistas, bien de una existencia eterna, si no se acepta la solución de la creación ex nihilo: este apartado ontológico se designa como naturaleza. Así como en la cultura campean los principios de libertad y finalidad, en los de la naturaleza operan los de necesidad y causalidad de manera que en ella los fenómenos se producen de un modo forzoso e indefectible, obedeciendo a leyes de carácter ineluctable, al modo como se obtienen los resultados matemáticos, por lo que el método más eficaz para la construcción de las ciencias de la naturaleza tiene que ser el método matemático.

Es verdad que mucho antes de la distinción entre ambos tipos de ciencia, se había ya dado cuenta de la existencia de estos mundos diferentes y, en cierto modo opuestos entre sí; ahí están por ejemplo la contraposición entre libertad y necesidad que se encuentra en Kant, o la disección que hicieron los griegos entre kósmos y techné, que vendría a significar aproximadamente pero sólo aproximadamente lo que nosotros llamamos naturaleza y cultura; mas en estos precedentes y otros muchos más que podrían aportarse la diferenciación entre cultura y naturaleza no trasciende a la concepción de dos tipos de ciencia para el estudio de una y otra.

El carácter rigurosamente humano de la cultura se hace presente en la propia palabra que designa, en cuanto se la considera, desde el punto de vista de la actividad, como el cultivo de las capacidades humanas y, en una perspectiva objetiva, como el resultado del ejercicio de las actividades. Pero esa índole humana de la cultura, no siempre se traduce en un dato positivo; los cínicos, por ejemplo con su descarnada y zafia insolencia, defendieron el ideal de vida en lo puramente natural, casi biológico, rechazando la organización social, el Estado, la familia, propugnando la comunidad de mujeres y oponiéndose a cuanto no sea simplicidad natural, con lo que la cultura es una manifestación de corrupción degradante, de modo semejante a cómo muchos siglos después, opinara Rousseau con su exaltación del hombre bueno, que conserva esa virginal bondad mientras no salga de una existencia puramente natural: el bon sauvage.

La identificación entre cultura y hombre ha sido contradicha por algunas corrientes que pretenden ampliar el mundo cultural a especies no humanas con este sedicente argumento: si la cultura consisten, entre otras cosas, en la capacidad de comunicación a través del lenguaje, de organizarse socialmente mediante una distribución y clasificación del trabajo, de utilizar instrumentos para la obtención de fines, de convivir de modo estable con los congéneres, etc., tales rasgos culturales se aprecian en ciertas especies animales, con lo que el mundo de la cultura no quedaría ceñido al ámbito humano. La falacia argumental está en prescindir para caracterizar lo cultural de dos factores fundamentales, que evidentemente no se dan en las colectividades animales aludidas: el progreso, que ha constituido el motor de la historia de la cultura, y la noción de valor, que es inherente a toda experiencia vital humana.

Es muy conocida la distinción entre objetos culturales materiales (el cuadro, la estatua, el instrumento, la máquina, etc.) y no materiales, como la lengua, las tradiciones, las creencias religiosas, las teorías científicas y filosóficas, la poesía, etc. Pero hay, en todo caso, una importante nota a destacar, y es que los objetos culturales, aunque producidos por el hombre, experimentan un proceso de despersonalización, independizándose de quienes los han creado para adquirir una entidad propia objetivada; con toda razón la UNESCO otorga a ciertas obras relevantes la condición de Patrimonio de la Humanidad. Esta circunstancia mentada de la despersonalización u objetivación es la que, cabalmente destaca Simmel en su espléndida definición de la cultura, con amplios ecos hegelianos: "la provisión de espiritualidad objetivada por la especie humana en el curso de la historia".

Partiendo del consenso general de que la cultura se elabora en la historia, se ha pretendido hallar un orden en ese diacronismo, es decir, una ley histórica que habría presidido la aparición de los diferentes bienes culturales con un determinado ritmo, poniéndose de relieve, por ejemplo, que en el desarrollo cultural del mundo griego, se observa que el apogeo del arte se da en el siglo V, la producción filosófica más destacada se manifiesta en el IV, mientras que la ciencia aparece en el III, de modo que arte, filosofía y ciencia responderían a una clara ordenación cronológica.

Otra interpretación de la producción sucesiva de los bienes culturales, referida a los intelectuales, sería la que establece en dicha producción tres fases históricas: la fase religiosa, la filosófica y la científica. Ese fue de hecho el orden en que, en la primera etapa de la reflexión humana, aparecieron los diferentes saberes. En efecto, cuando el hombre, en los albores de su existencia abre los ojos al mundo, contempla un cosmos plagado de interrogantes que le asombran porque no los entiende. Fue Platón, en el Teetétos, el primero que formuló la tesis del asombro, el thamátso, como inicio de la reflexión, tesis en que fue seguido por Aristóteles. Sólo cuando el hombre se asombra, pasmado ante lo que no entiende y pretende encontrarle una explicación, sólo entonces se pone en marcha el proceso de reflexión creativa humana: el asombro es el acicate del saber. Por eso, nada provoca mayor rechazo que la pedante actitud de esos majaderos de solemnidad que de nada se maravillan ni nada preguntan, adormecida su capacidad intelectual por la anestesia de una ignorancia que pretenden disfrazar con la estúpida sonrisa suficiente de quien finge conocerlo todo y por eso de nada se asombra.

Como lo que más inquieta a la razón es la inexplicabilidad de las cosas, el hombre, en los muchos siglos en los que la humanidad permaneció en un estadio prefilosófico, requirió respuestas a los misterios del cosmos, plasmados en mil interrogantes; ¿por qué sale el sol y por qué se pone?, ¿por qué fructifican las plantas y se reproducen los animales?, ¿por qué cae el rayo y soplan los vientos?, ¿por qué, por qué, por qué,...? La respuesta inicial es la solución mítica, la religiosa: hay unas divinidades que rigen los aconteceres de este mundo; y con esta apelación queda satisfecha y aquietada la incertidumbre que produjo el asombro. El paso siguiente es buscar explicaciones no fuera de las cosas sino en las mismas, transitando así, de la etapa mítica a la etapa lógica: ha nacido la filosofía; la razón y el logos se imponen a la creencia. Por último, en un tercer momento, el hombre abandona la reflexión generalizadora de la filosofía para contemplar la realidad parcelada en el conocimiento de las cosas concretas, surgiendo entonces el conocimiento científico, tanto teórico (Euclides podría ser un buen ejemplo) como práctico, tal es el caso de Hipócrates.

Estas tres etapas religión, filosofía, ciencia, no sólo se dieron en Grecia en los primeros tiempos de la historia del pensamiento reflexivo, sino que el mismo tracto se ha manifestado en épocas posteriores y en relación con otros aspectos del conocimiento, como ponen de manifiesto dos ejemplos históricos. El primero se refiere a lo acontecido dentro del franciscanismo durante los siglos XIII y XIV. El fundador de la orden, San Francisco de Asís, aporta al cristianismo una nueva forma de religiosidad, que consiste en descubrir la magnificencia de Dios no en las grandes y sobrecogedoras manifestaciones del Universo, sino en las menudas, sencillas y concretas. Dios está presente en la flor, el arroyo, la nube, el pequeño animalillo, que son vestigios divinos desde los que el hombre se alza a la contemplación del Ser Supremo, como enseñó San Buenaventura en el Itinerarium mentis in Deum. Esta religiosidad de lo concreto viene seguida, ya en el siglo XIV por la filosofía de lo concreto de Guillermo de OcKam igualmente franciscano, que desde su nominalismo niega la existencia de los universales para mostrar un mundo integrado por una multitud inacabable de entes singulares. El gran hallazgo del concepto universal, producto de la genialidad aristotélica y perfilado después por Santo Tomás, es fulminado por el franciscano inglés que lo deja rebajado a una pura entelequia, a una simple inflexión de la voz, a un hecho fonético, a un mero nombre. Por último, aparece la ciencia de lo concreto, la ciencia experimental, que empiezan a practicar dos franciscanos: Nicolás de Oresme y Nicolás D'Autrecourt con lo que, siempre dentro de la orden franciscana, que el fundador creó como mendicante y luego dio tanto juego en la órbita del pensamiento, se completa el ciclo: la religiosidad de lo concreto, la filosofía de lo concreto y la ciencia de lo concreto.

El otro ejemplo lo proporciona la Edad Moderna. En el siglo XVI, Lutero adopta una actitud crítica respecto a la religiosidad anterior; después en el XVIII aparece la filosofía kantiana, filosofía crítica por excelencia, que acomete la tarea de revisar igualmente el pensamiento precedente, como antes pretendiera Descartes; por último, ya en el siglo XX, aparecen las geometrías no euclidianas que estudian la cantidad desde presupuestos que ponen en entredicho la viejísima tradición de Euclides y sus postulados, que habían dominado hasta entonces la ciencia matemática. Otra vez el ciclo completo: religiosidad crítica, filosofía crítica y ciencia crítica.

Lengua y ciencia comparten su carácter cultural, por un lado las dos han surgido de un modo espontáneo en los pueblos, y por otro, se han desarrollado evolucionadamente en el tiempo a impulsos del diacronismo de la Cultura al que ya antes hemos hecho referencia. Que las lenguas como sistemas de comunicación han tenido un origen irracional, entendido el término no en el sentido usual de carencia de lógica, sino en el de no ser producidas por actos reflexivos, es un hecho histórico indubitativo, perfectamente contrastable e incluso documentado cuando, como en el caso del español, se trata de lenguas nacidas en épocas históricas relativamente cercanas a nosotros. Nuestro idioma tiene el infrecuente privilegio de contar con una partida de nacimiento datada, pues cuando en un convento riojano aquel desconocido y oscuro personaje probablemente clérigo hace algo más de mil años escribió en el margen de un manuscrito de la Glosa Emilianense las primeras palabras de algo que ya no era latín, estaba, sin saberlo y, desde luego, sin proponérselo, alumbrando una nueva lengua que rápidamente cuajó y se extendió alimentada por la conciencia popular.

Una nueva lengua he dicho. Con alguna frecuencia se afirma que el español y lo mismo cabría decir de cualquiera otra lengua romance no es en definitiva más que un latín mal hablado, convirtiendo la derivación en corrupción, la procedencia en degradación. La historia de la lingüística muestra que las lenguas nacen en efecto a partir de otra u otras anteriores, pero sin que ello signifique que el nuevo medio expresivo provenga de la pudrición de la lengua madre, pues si así fuera, toda novedad lingüística significaría un empeoramiento y la sucesión de lenguas enlazadas las unas a las otras durante muchos miles de años, sería una triste historia de sucesivas degradaciones: ¿habría que afirmar también que el latín, la bellísima lengua en que se expresó Virgilio, no fue otra cosa que un indoeuropeo mal hablado?

Son los pueblos los que, de un modo espontáneo, producen las lenguas y las desarrollan de modo característico y propio, como son también los que, en ocasiones, por virtud de leyes no identificables claramente que operan en el dinamismo de las sociedades, abandonan paulatinamente el uso de la lengua hasta tal vez provocar su desaparición, sin que en ambos procesos de formación y extinción se atisbe el menor síntoma de intencionalidad ni proyecto alguno. De ahí la poca fortuna que han tenido los varios intentos de creación de lenguas artificiales como el volapuk y el esperanto, que han pretendido poner fin al panorama babélico de la comunicación humana. Como igualmente tienen que resultar estériles los intentos de conservar una lengua cuyo uso ha entrado en decadencia pretendiendo detener la acción espontánea de la dinámica cultural.

La misma espontaneidad con que se originan las lenguas está presente en su desarrollo evolutivo, al crear el pueblo, echando mano acaso de otras lenguas (piénsese por ejemplo en las importantes aportaciones del árabe en el caso del español), nuevos términos y figuras de expresión a medida que va necesitando aquéllos para designar realidades surgidas ex novo y éstas para dotar a la lengua de una mayor plasticidad que incremente su capacidad expresiva. La lengua que va así forjando el pueblo es, obviamente, una lengua popular, que requerirá después la intervención de los técnicos lingüistas, la cual ya es, claro está, una actividad reflexiva; son los filólogos los que estudiarán la lengua popular, extraerán sus reglas internas y en definitiva, ordenarán, depurarán y darán perfiles nítidos a la lengua creada por el pueblo, dando paso a la lengua culta.

Dada esta constante presencia del problema del lenguaje y las inacabables dimensiones del pensamiento actual sobre el tema, es imposible aquí y ahora, ofrecer ni el más parco resumen del status questionis hoy y de las abundantes aportaciones del pasado. Me limitaré a aludir al diálogo platónico Cratilo, porque en él se plantea un problema central del lenguaje sobre el que luego se ha vuelto numerosas veces. Como es usual en el sistema expositivo de Platón, en el diálogo se recoge una discusión entre dos personajes que sustentan opiniones contrarias: de un lado Hermógenes, para quien los nombres son meras convenciones, y por consiguiente artificiales, y de otro Cratilo que considera en cambio que los nombres están naturalmente relacionados con las cosas y han de considerarse por tanto como elementos naturales. Postura ésta que fue plasmada en unos bellos versos de Borges al desarrollar poéticamente la idea de que las cosas están en los nombres:

Si el nombre es el reflejo de la cosa
como decía el griego en el Cratilo,
en las letras de "rosa" está la rosa
y todo el Nilo en la palabra "nilo".

No podemos entrar aquí en el denso problema que se plantea en el diálogo platónico. Únicamente apuntaremos que a las dos posturas enfrentadas hay aporias que oponer. A la tesis de Hermógenes cabe objetar que si los nombres o al menos parte de ellos no se vinculan intrínsecamente con la realidad y son como son porque así lo han acordado los hombres, el resultado es que siempre podrán cambiarse libremente, lo que haría imposible que el lenguaje cumpliera adecuadamente la función comunicadora. Además, no puede negarse la existencia de nombres que son ecos onomatopéyicos de las cosas: chapoteo, murmullo, chasquido, por ejemplo, tienen una evidente relación fonética con las realidades que expresan. La posición de Cratilo presenta igualmente inconvenientes, siendo el principal que al afirmar que los nombres hacen referencia a las cosas, se está olvidando de que el lenguaje no se compone sólo de nombres, sino también de partículas que no son nombres, como las preposiciones, conjunciones, verbos copulativos, etc., absolutamente necesarias para que exista el lenguaje.

Junto a los aspectos cualitativos, hay que ponderar también en el lenguaje las dimensiones cuantitativas. Como el lenguaje es expresión de las cosas, cuanto más pobre es, más reducido resulta el ámbito del universo sobre el que se puede hablar. La consabida frase "no encuentro palabras para expresar..." puede tener a veces un sentido real cuando se intenta explicar sentimientos muy profundos o ideas tan complejas que se resisten, en efecto, a quedar confinadas en los linderos siempre limitados del lenguaje; pero no son pocos los que no encuentran casi nunca palabras para expresar las cosas más sencillas porque su léxico es de una precariedad que asusta. Más de una vez he recordado la acertada frase del primer Wittgenstein:"los límites de mi lenguaje, son los límites de mi mundo". Así es. Utilizar un lenguaje correcto, estético y rico no es un prurito de pedantesca presunción, sino manifestación de la pulcritud y riqueza de las ideas que con él pueden expresarse. Como es cierto que las ideas confusas se expresan siempre confusamente, también es verdad lo contrario. Un lenguaje poco claro está evidenciando un contenido conceptual poco satisfactorio. A mucha gente de hoy jóvenes y adultos les bastan unas cuantas decenas de palabras para salir del paso en su convivencia social. ¿Qué es ello sino la traducción verbal de un mundo de ideas pequeño, enteco y canijo, sin desarrollo y descuidado?

Gustavo Leoz
Oftalmólogo. Madrid