CONFERENCIA

Sobre la imaginación impura y otras cuestiones relacionadas con la investigación

Prof. Sánchez Salorio M1

(1) Catedrático de Oftalmología. Santiago de Compostela.


Aunque muchos de ustedes no necesiten la advertencia, creo que lo primero que tengo que decirles es que yo no soy un investigador. Por formación y por temperamento las coordenadas en las que ahora me muevo —y que son en las que siempre me he movido— deben de pasar muy cerca de las antípodas de aquellas que se reconocen como propias de la figura de lo que ahora se considera como un investigador profesional. Mi currículum como investigador profesional es absolutamente miserable. Jamás he desempeñado cargos importantes en organismos o actividades dedicados a planificar o gestionar investigación «seria» en gran escala y he de reconocerles que los rituales metodológicos que deciden si un hecho que hemos observado es o no es estadísticamente significativo me producen antes que ninguna otra cosa un irremediable aburrimiento.

Y después de esta primera confesión supongo que la mayoría de los que me están oyendo se dirán: si eso es así ¿qué pinta usted aquí ocupando esta tribuna y nuestro tiempo en una reunión dedicada precisamente a plantear y discutir problemas relacionados con la investigación?

A quienes se estén haciendo esta pregunta me voy a permitir contestarles recurriendo a un viejo texto.

Amparado en la autoridad de Galeno y a su través en la altísima de Platón Mondino de Luzzi, un anatómico medieval, dejó escrito que tres eran las razones que movían a los hombres a enseñar: la de ejercitar su inteligencia, la de rescatar del olvido alguna cosa y la de complacer a los amigos. Si ustedes invierten el orden en que están expuestas las razones ya tienen contestada su pregunta.

Estoy aquí, en primer lugar, para complacer a un amigo. Un amigo al que desde hace ya largo tiempo me unen, a la vez y por igual, el afecto y la admiración. Dos sentimientos que muchas veces se dan por separado pero que cuando coinciden en una misma persona dan lugar a una forma especial de empatía y de invisible conexión. El simple hecho de que el Profesor José Castillo haya pensado que yo podía decir algo provechoso e interesante en esta reunión no solamente es lo que explica mi presencia aquí, sino que para mí significa un honor y... un refuerzo importante para mantener en niveles aceptables la siempre necesaria autoestimación. Por eso, y por otras muchas cosas, querido Pepe, muchas gracias.

Lo cierto es que supongo que yo estoy aquí por una sola cosa: por haberme dedicado muy personalmente durante más de cuarenta años a intentar conseguir que en un grupo constituido, preferentemente para cumplir una función asistencial, el sentido de esa actividad no se cerrase absolutamente sobre sí mismo. A intentar que en el horizonte mental y emocional de los que formaron —y forman— parte de ese grupo hubiese siempre un hueco, una especie de brecha, una «abertura» que permitiese la recepción ilusionada de la novedad. Y también que en algunos prendiese la llama y el deseo de ser ellos mismos creadores de novedad.

Ya tenemos pues dos condiciones. La primera es «open mind», mente abierta, curiosidad receptiva por lo desconocido. La segunda es el entusiasmo creador. Ya nos lo dijo Picasso: lo primero es siempre generar entusiasmo.

Y ahora, de modo absolutamente inevitable empieza a dispararse la batería de las preguntas.

¿Qué es lo que explica que a algunos médicos no nos baste con explorar y tratar correctamente a nuestros pacientes? ¿Por qué pueden interesarnos más los problemas no resueltos que las soluciones ya dadas? ¿De dónde le viene a lo desconocido su inagotable poder de seducción? ¿De dónde nace, en el fondo, ese impulso que nos induce —e incluso nos obliga— a investigar?

La cuestión podría zanjarse recurriendo a aquella «determinación básica del hombre hacia el conocimiento» en que Karl Jaspers fundamenta la esencia de la universidad. Pero conocer no es por sí mismo investigar. Acumular conocimientos es una operación bien distinta, me atrevería incluso a decir que antagónica, a la de investigar. Ciertamente ambas operaciones tienen raíces comunes que nacen en la innata curiosidad del ser humano —ya San Buenaventura definió al hombre como «bestia cupidissima rerum novarum», animal deseosísimo de cosas nuevas—. Pero mientras el erudito «absorbe» conocimiento el investigador lo «persigue». En el erudito el modelo de la adquisición del conocimiento funciona próximo al de la esponja mientras que en el investigador se parece más al del cazador o, si ustedes lo prefieren, al del detective.

Vamos pues a reflexionar unos instantes sobre el «investigador de escopeta y perro». Sobre el «amateur». No sólo porque es el que mejor conozco y al que me siento afectivamente más próximo sino también porque la profesionalización que es algo absolutamente necesaria en términos de eficacia y planificación pienso que puede contribuir a ocultar los mecanismos primarios que subyacen en el nacimiento de lo que podríamos llamar la «actitud investigadora».

Ésta es ahora la pregunta: ¿qué es lo que mueve a un médico a investigar?

En quien ejerce como investigador profesional la pregunta casi se contesta por sí misma: lo que cada mañana hace que se ponga a investigar es la necesidad de producir conocimiento. Pero esa «necesidad» da igual que derive de un impulso vocacional o de un contrato. Ya ha interiorizado esa actividad como un «deber» que puede funcionar aislado de su motivación primigenia. Eduardo Primo Yúfera en su «Introducción a la investigación científica y tecnológica» ha recordado una frase que una vez oyó a Otero Navascues: al visitar algunos Institutos tenía la impresión de estar «entre monjes que habían perdido la fe».

En el «investigador de escopeta y perro» esa situación no puede darse. Si pierde la fe venderá la escopeta —nunca, claro está, el perro— y dedicará sus tardes y sus fines de semana a leer, a oír música o a jugar al golf. El amateurismo es un hándicap grave para la eficacia y para la continuidad del trabajo pero es una garantía de autenticidad (no les oculto que estoy muy contento de acuñar esta expresión de «investigador de escopeta y perro». No sólo porque la estructura interna de la investigación tiene muchos aspectos comunes con la de la caza sino porque el olfato, los instintos, el adiestramiento y la dotación genética del perro simboliza el software de la actividad —lo que dentro de unos momentos llamaremos «imaginación impura»— mientras que la escopeta representa el «hardware» tecnológico. Quizás convenga exprimir hasta el final el jugo de la metáfora y recordar que sin perro no hay búsqueda posible y que sin escopeta no hay resultados).

Y ya tenemos ocupando el centro de la plaza y pidiendo lidia una palabra clave: «amateur». ¿Qué quiere decir que algunos médicos reconozcamos, sin considerarlo demérito grave, que nuestra relación con la actividad investigadora es la propia de un amateur?

Para empezar a entender algo lo primero que tenemos que hacer es rechazar, por ramplona y simplificadora, la habitual traducción del término amateur por «aficionado». Parodiando de algún modo a Ortega —¿Se acuerdan ustedes: «las ideas se tienen, en las creencias se está»? podríamos decir «las aficiones se tienen, los amores —es decir, las emociones— nos tienen a nosotros». La e-moción es por etimología y por definición lo que nos mueve, lo que nos con-mueve.

Y ¿a qué viene todo esto? Pues viene para concluir que así como lo que mueve al investigador profesional a investigar es la necesidad de producir conocimiento lo que mueve al amateur —al investigador de escopeta y perro— es la emoción que le produce el hecho de interrogar a la naturaleza. Porque investigar no es otra cosa que dialogar con la naturaleza. El hecho de que la conversación se instrumente a través de la compleja maquinaria de los métodos nada quita a su carácter de encuentro —o de desencuentro— dialogante. La naturaleza unas veces responde y otras, por el contrario, se calla y oculta. Lo mismo que ocurre con el cazador que sigue el rastro encontrado —o equivocado— por su perro. La emoción producida por esa comunicación que tiene mucho de aventura es lo que mueve al investigador amateur.

Y ahora si queremos empezar a sacar provecho práctico de toda esta reflexión tendremos que preguntamos ¿cómo se puede provocar en los demás esa emoción primigenia? ¿qué hay que hacer para despertar la vocación de investigar?

Supongo que lo primero que habrá que hacer es preocuparse de preparar las condiciones que propicien el «flechazo». Y eso nada tiene que ver con el discurso lógico más o menos políticamente correcto. Nadie en nuestro medio se ha hecho nunca investigador —al menos investigador de escopeta y perro— por meras razones de conveniencia práctica. Y mucho menos ahora en este tiempo nuestro en el que el «moneyteísmo» que por todos lados nos invade hace que ya no quieran hacer investigación o al menos pseudoinvestigación ni los clásicos curriculeros.

La conmoción emocional movilizadora no suele ser nunca el resultado de un razonamiento lógico sino de una vivencia. La que surge al haber sido expuesto ante una especie de tentación. De un quedarse sólo ante el peligro. Ocurre aquí algo parecido a lo que ocurre en otras experiencias que son muy difíciles de programar. El problema consiste en que el ser humano tiene necesidades —y por lo tanto posibles satisfacciones— de las que nada sabe hasta que un día se produce la exposición, muchas veces casual o inesperada, ante el estímulo adecuado. Nadie sabe nada de antemano sobre la necesidad que tiene de leer un gran poema, de dejarse penetrar y transcender por una sinfonía, de quedarse quieto y callado largo tiempo delante de un gran cuadro o de intentar interpretar un texto filosófico. Antes de que la vivencia se produzca nadie sabe nada, claro está, del placer y del enriquecimiento que de ella se derivan.

Pues yo creo que con la vivencia de intentar vislumbrar y desvelar lo desconocido ocurre algo similar. Y que también aquí tal como ocurre en la experiencia estética los intermediarios no son de mucha utilidad.

¿Qué hay que hacer pues para que el flechazo se produzca, para que la llamada se escuche y la llama se inflame y se mantenga?

Que una transmisión sea difícil no quiere decir que sea imposible. Las vocaciones se transmiten por el mismo mecanismo que las infecciones: por contagio. Lo que hay que propiciar es un contagio. Y para que éste se produzca son imprescindibles dos condiciones: el «clima» y el contacto personal. No debemos extrañarnos: lo mismo ocurre con la gripe o con el resfriado común.

El tema del clima lo dejamos pendiente por ahora y dedicaremos sólo una palabras sobre quien puede contagiar y sobre quien puede y debe ser contagiado.

Sólo puede contagiar aquel que es capaz de mostrar y transmitir con su ejemplo lo que significa como enriquecimiento personal la vivencia de la actitud investigadora.

Ya Cajal nos recordó que sólo es capaz de inducir y estimular aquel maestro que transmite sus intuiciones y descubrimientos como si se estuviesen produciendo por primera vez en ese momento. Que es capaz de hacer revivir la emoción que sólo se da en el «status nascens».

Y ¿a quién se puede y se debe contagiar? Aquí mi experiencia es terminante. A los muy jóvenes. A aquellos que están empezando a troquelar su personalidad y a interiorizar los valores que orientarán su vida. Me atrevería a asegurar que el momento decisivo es precisamente el de la llegada a la Universidad. Es el momento en que se produce un gran «rito de pasaje» —el cambio del vientre de la madre por el vientre de la tribu— que puede cambiar el rumbo de la vida. También puede ser importante el comienzo de la formación posgraduada. Es el momento en que uno empieza a sentirse responsable de su propia vida y en el que empieza a percibirse que la vida auténtica necesita estructurarse como un proyecto.

Hay pues que «exponer» a la tentación de la actitud investigadora a los alumnos pero también y quizás sobre todo a los MIR.

Y ahora antes de pasar a tratar cuestiones de logística y estrategia me van ustedes a permitir que me detenga aunque sea muy brevemente en una cuestión que me importa mucho señalar; el pretendido carácter impersonal del conocimiento científico.

Solamente puede considerarse como tal, claro está, aquel conocimiento obtenido a través de los métodos científicos correctamente aplicados. Y el primer principio de todos esos métodos es la objetividad. Quiere esto decir que el investigador-observador debe en todo momento distanciarse y separarse al máximo posible de los hechos observados. De algún modo tiene que autoexcluirse del método utilizado para obtener el conocimiento y de la valoración de los resultados. El ego y la personalidad del investigador resultan contaminantes: deben ser sacrificados sin contemplaciones en el aséptico altar de la metodología científica. Eso es absolutamente cierto y de ahí deriva el carácter impersonal del método y del conocimiento científico.

Pero resulta que los métodos no son otra cosa que instrumentos que se usan para tratar ideas. Las ideas son anteriores a los métodos y nada tienen que ver con ellos. No hay métodos para tener ideas. Su rigidez supone incluso un inconveniente: los métodos funcionan como anestésicos para la intuición. Tampoco tienen las ideas demasiado que ver con el cociente intelectual del investigador.

¿De dónde nacen entonces las ideas?

De muchos, variados y no siempre muy respetables sitios. De la intuición, de antiguas y olvidadas experiencias, de extrañas analogías y asociaciones, del espíritu de contradicción, del Brain-Storming, de alguna borrachera incluso. Y ¿por qué no reconocerlo? de algún plagio más o menos consciente. En suma: de la charca húmeda y caótica de donde proviene todo lo que está vivo. De eso que Jorge Wagensberg ha llamado «la imaginación impura».

Wagensberg no explica muy bien en qué consiste la imaginación impura pero por si les fuese útil me voy a permitir leerles la dedicatoria de su libro:

A la mezcla,
al roce,
a la colisión,
a la intersección,
al cruce,
en fin, a la imaginación impura
y a Helena Sara.

De ahí es de donde nacen las ideas.

¿Por qué me he detenido y por qué considero importante esta reflexión? Pues porque cuando se intenta propiciar que en alguien surja la llama y la actitud investigadora se le suele programar un largo y me temo que muchas veces aburrido viaje por las páginas de un tratado de metodología científica. Y a mí me parece que podría resultar mucho más divertido y estimulante organizarle al mismo tiempo una excursión por los recovecos y humedales de la imaginación impura. La creatividad no es posible si no se le añaden al orden al menos una gotas de caos.

Y ahora llegamos ya al Hospital (ciertamente lo hacemos ya un poco tarde pero lo cierto es que uno anda ya en edades en las que debe de cuidarse y cambiar bruscamente de costumbre podría resultar peligroso para la salud).

Aunque suene a tópico mil veces repetido lo primero que tenemos que afirmar es que la investigación es una actividad esencial en un hospital universitario. Dejando aparte su carácter rentable en la universidad la actitud investigadora debe ser considerada como un bien cultural. Constituye una forma particular de esa determinación básica del hombre hacia el conocimiento a la que ya nos hemos referido y la interiorización personal de los valores y de los métodos que son propios de la investigación científica debe ser considerada como un «proceso formativo» pues contribuye a la «apertura de la mente» del médico y a situarlo no sólo en el mundo de las soluciones sino también en el horizonte de los problemas. Esa formación científica es también la que propicia una recepción crítica y objetiva de las novedades terapéuticas y tecnológicas que constantemente le llegan desde fuera de su entorno y muchas veces no precisamente de forma desinteresada. La formación científica es un componente esencial de la «Bilding» propia de un médico moderno. Pero para que esa formación sea real, para que se encarne en una persona concreta esa persona necesita el contacto personal con la investigación real y concreta.

Y ¿qué hay que hacer en un servicio de un hospital universitario para que sea posible no sólo la apertura mental y emocional a los valores y métodos propios de la investigación sino también la investigación real y concreta?

Lo primero de todo es intentar conseguir un «clima» propicio a la investigación. Pero puesto que casi siempre vamos a encontrarnos con una meteorología adversa si no queremos salir del trance empapados y chamuscados deberemos orientarnos a conseguir al menos «microclimas» favorables.

Y eso sólo es posible diseñando y estimulando «núcleos de excelencia».

Hablar de excelencia y de su búsqueda se ha vuelto ya un lugar común y el uso retórico y abusivo del término empieza ya a desgastar su potencial ilusionante y operativo.

En lo que se refiere a la investigación cuando se alcance la masa crítica suficiente los núcleos de excelencia podrían institucionalizarse como Institutos en los que se integren investigadores clínicos y básicos. Su lugar natural es el Hospital porque la relación horizontal favorece la conexión entre clínicos y básicos lo que a su vez propicia un enfoque multidisciplinario de los trabajos, agiliza la transparencia de los conocimientos y muy especialmente hace que no se pierda el horizonte de la aplicación práctica de aquello que se investiga. La ubicación de la investigación básica en los hospitales sólo puede legitimarse si está orientada de modo absolutamente preferente a ser útil en el diagnóstico, en el tratamiento o a la prevención de las enfermedades. Si eso no es así jamás será aceptada, y además con toda la razón, por los gestores responsables del funcionamiento y financiación del Hospital.

Entiendo por grupo o núcleo de excelencia aquellos grupos o equipos que han conseguido: una asistencia con alto nivel de rendimiento y de calidad, una docencia especializada en su área de acreditación, una actividad investigadora competitiva y una presencia activa y continuada en foros y publicaciones nacionales e internacionales.

Las principales características de los «núcleos de excelencia» serían las siguientes:

1) Actividad asistencial.

a) Determinación decidida a desarrollar la asistencia al máximo nivel de calidad y rendimiento.

b) Incorporación rápida y crítica de técnicas y exploraciones nuevas.

c) Mantenimiento de canales de información constantemente abiertos y actualizados: bibliografía, información de «primera mano» por contacto con expertos, asistencia a reuniones, viajes.

d) Determinación decidida de funcionar como centros de referencia regionales o nacionales, asumiendo el esfuerzo y la estrategia necesaria para asumirlo

2) Actividad docente.

a) Participación activa y continuada en las actividades docentes programadas: formación de residentes, seminario, programa del tercer ciclo.

b) Organización de reuniones o cursos monográficos con repercusión nacional.

c) Participación activa y frecuente en reuniones nacionales y extranjeras contribuyendo a la imagen externa del Servicio.

3) Actividad investigadora.

a) Mantenimiento programado y continuado de líneas específicas de investigación clínica o experimental. Creación de grupos de trabajo relativamente estables. Motivación e iniciación de residentes en trabajos de investigación.

b) Dirección real y operativa de Tesis Doctorales.

c) Participación activa en reuniones nacionales o internacionales dedicadas a investigación.

d) Acceso a fondos de investigación ajenos a los del Servicio o Departamento universitario: Becas FIS, Ayudas de las Comunidades Autónomas, contratos con firmas comerciales, etc.

e) Publicación de sus trabajos en revistas internacionales con índice de impacto reconocido.

4) Integración en el funcionamiento total del Servicio.

Actitud positiva y colaboradora ante las dificultades que genera la integración de una actividad especializada en el funcionamiento conjunto del Servicio. Alto grado de transparencia en la actividad y de confianza en las relaciones interpersonales.

La clave del Ethos de los núcleos de excelencia consiste en la disposición de todos sus miembros a dar «lo mejor de sí mismos» en el cumplimiento de sus tareas y en la firme determinación por adquirir y desarrollar los hábitos y las capacidades necesarias para que los contenidos de ese «lo mejor de sí mismo» sean real y objetivamente valiosos. Ése es el primer gran test: sólo son candidatos a la excelencia aquellos que se sienten realizados personalmente a través del trabajo bien hecho. El segundo test se relaciona con el sentido y el ejercicio de la responsabilidad. La orientación hacia la excelencia no se origina ni se regula por mandato o coacción. Cada uno responde por y desde sí mismo y eso es lo que se entiende por ser responsable. Pero ser responsable no es sólo una condición moral sino también técnica. Sólo puede ser responsable aquel que tiene confianza en sí mismo. Los núcleos de excelencia deben estar constituidos por personas dotadas de un nivel alto y justificado de autoestimación.

Alguien podrá preguntarse por qué tratando de investigación en los signos de identidad de la excelencia se incluyen requisitos relacionados con la asistencia y con la docencia. Lo hago no sólo por estar firmemente convencido de la operatividad de la «cross-fertilización», de la fecundidad que se produce al «cruzar» las tres actividades sino porque pienso que pertenece a la naturaleza humana el deseo de enseñar a los demás aquello que uno cree que hace bien y que la actitud que supone la indagación investigadora es lo que mantiene la mente abierta a la recepción de la novedad.

El hogar natural de los núcleos de excelencia es el Hospital Universitario. Que éste lo sea de jure o por adopción es absolutamente secundario.

Los núcleos de excelencia podrían funcionar como microorganizaciones dentro de los Servicios del Hospital dotados de cierto grado de reconocimiento y de autonomía. Serían los Institutos o Unidades de Investigación clínica que tan lúcidamente defiende Juan Rodés.

Desde el punto de vista sociológico esas microorganizaciones tienen la ventaja de poder compartir los valores y las características de lo que en sociología clásica (Ferdinand Tönnies, Max Weber) se distingue como «Gemeinshaft» y «Gessellschaft».

El conjunto de personas que integran el núcleo de excelencia puede ser entendido como una «Gemeinschaft», como una «comunidad natural». El grupo aparece como algo naturalmente dado cuya estructura y jerarquización apenas necesita ser diseñada. Sus reglas internas son similares a las que rigen en la familia, en la tribu, en la pandilla o en la aldea. La relación entre sus miembros se establece «cara a cara» y a través de vínculos personales. Además de favorecer el trabajo en equipo el modelo de la comuna cumple funciones psicológicas que pueden ser muy importantes para sus miembros. Aporta sensación de pertenencia a un grupo y puede dar origen a formas significativas de amistad, de reconocimiento e incluso de vida social entre sus miembros. Da cobijo, seguridad emocional, permite diseñar el propio trabajo y puede generar entusiasmo y ambición.

Pero la estructura informal propia de la comunidad es inadecuada para cumplir objetivos externos. Cuando en un grupo cada uno de sus miembros sólo se dedica a trabajar en aquello que personalmente le satisface la identificación excesiva de cada persona con su roll y su función hace que la actividad del grupo no pueda ser «heterodeterminada». Se hace impermeable a instrucciones que llegan desde fuera de sí mismo. Cumplir objetivos externos no es una actividad espontánea y por eso tiene que ser gestionada. Las comunidades pueden ser lideradas pero sólo las organizaciones (Gessellschaft) pueden ser gestionadas. Cumplir objetivos externos en principio nada tiene que ver con la realización personal, con la consecución de una forma gratificante de compañerismo o con el sentido lúdico de la innovación.

Y ése es, creo yo, el secreto de los «núcleos de excelencia». Por un lado han de funcionar como comunidades en las que sea posible el ambiente que propicia la autoestimación y la realización personal y por otro tienen que tener la estructura de una organización para poder ser eficaces. Y aquí no hay lugar para romanticismos más o menos nostálgicos: en el tiempo que vivimos lo único que legitima —tanto a los grupos como a las personas— es la eficacia.

Hora es ya de concluir. Probablemente muchos de ustedes pensarán que he dedicado demasiado tiempo a discurrir sobre el «flechazo» y sobre lo que yo creo que es su nicho ecológico esencial: el núcleo de excelencia concebido como comunidad a la vez organizativa y emocional. Podrán también pensar que al hacerlo me pronuncio como un recién converso a toda esa banalidad que Daniel Goleman ha popularizado como «Inteligencia emocional». Pero hace ya muchos años que vengo repitiendo que en la docencia todo lo que no es erotismo es burocracia. Y creo que en la vocación investigadora, al menos en su «status nascens», ocurre lo mismo. Eso es todo.

  

NB sobre la Bibliografía

A nadie se le oculta que muchas de las ideas que pululan y se agitan en estas líneas no han nacido —al menos con paternidad exclusiva— del caletre de quien las ha redactado. Lo correcto —y también lo más honesto— sería que ahora el autor aclarase de dónde le han llegado. Pero he de confesarles que ese intento me resulta tan difícil y aburrido que voy a renunciar a esa tarea, aun sabiendo que al hacerlo pueda quedar como incorrecto o deshonesto.

Hace ya muchos años estando embarazada Dña. Emilia Pardo Bazán, en una tertulia madrileña alguien puso en duda la paternidad de la anunciada criatura. Y un contertulio comentó: «no sé de qué se extrañan ¡es tanta y tan variada la gente que frecuenta sus salones!».

Pues algo parecido me va ocurriendo a mí. Han sido ya tantas y tan variadas las lecturas y las penetraciones, tantas las interiorizaciones y las remodelaciones del propio imaginario por ellas provocadas que cuando cojo el bolígrafo y delante de los folios en blanco me pongo en «trance de parir» me resulta muy difícil saber de quién estoy realmente embarazado.

Pero si, a pesar de todo, alguien quiere que le dé algunas pistas ahí le van: D José Ortega y Gasset en «Estudios sobre el amor», George Steiner en «Presencias reales», Pedro Lain Entralgo en toda su obra, Salvador Paniker en «Primer testamento», Jorge Wagensberg en el libro ya citado. Juan Rodes en su activísima defensa de los ensayos clínicos.

Y, claro está, —eri, hodie et semper— D. Santiago Ramón y Cajal.

  

Nota

Este texto corresponde a la conferencia pronunciada por su autor en el «Curso de formación en técnicas de investigación en patología cerebrovascular». La Toja (Pontevedra), 9-10 de marzo de 2001.