EDITORIAL

Los Cirujanos Refractivos se cambian de casa*

* Parte de este texto ha sido publicado como prólogo de la monografía Lensectomía Refractiva» de la que es autor el Prof. Luis Fernández Vega.


En 1948 en un quirófano del St. Thomas Hospital de Londres, Steve Parry, un estudiante de Medicina que veía por primera vez una operación de cataratas se atrevió a preguntarle a Harold Ridley por qué no substituía el cristalino cataratoso que acababa de extraer. La pregunta hizo reflexionar a Ridley. Se acordó de aquella gran batalla en la que, a finales del año 1940, en el cielo de Londres los pilotos de la RAF resistieron heroicamente el ataque de la Luftwaffe alemana. Muchos de los pilotos de los aviones derribados presentaban traumatismos oculares perforantes y por propia experiencia Harold Ridley conocía la sorprendente buena tolerancia que mostraba el globo ocular ante la presencia en sus distintas estructuras de fragmentos de material plástico con que se fabricaba la parte transparente de la carlinga. Al año siguiente, exactamente el 29 de noviembre de 1949, Ridley contestaba a la pregunta del estudiante implantando por primera vez una lente de polimetilmetacrilato en la cámara posterior substituyendo al cristalino cataratoso que acababa de extraer. Y muy pronto también estableció dos normas que todavía hoy deberían ser de obligado cumplimiento. La primera exigía que el material plástico implantado dentro del ojo permaneciese fijo e inmóvil. La segunda resaltaba la necesidad de que las estructuras oculares no se moviesen o se desplazasen sobre o por debajo del implante.

Desde ese momento el sentido y el propósito de la cirugía de la catarata cambiaron radicalmente. Ya nada volvió a ser igual que antes porque ese suceso tuvo la virtud de cambiar nuestro «paradigma», es decir, aquel sistema de ideas, costumbres, creencias y valores a través del cual vemos, entendemos y transformamos la realidad. De estar pensada y diseñada con la racionalidad de una cirugía meramente extirpadora la cirugía de la catarata empezó a serlo como una actividad reconstructora y rehabilitadora. De la contundencia y sencillez propias de una operación de policía —extirpar sin demasiados miramientos la causa del disturbio— el gesto quirúrgico pasó a componerse con la complejidad de un intento reeducacional: el de restaurar el esquema anatómico y funcional que la naturaleza ha diseñado para que el ojo funcione eficazmente como un instrumento óptico. Primero la afaquia y después el astigmatismo inducido por la propia intervención constituían los principales obstáculos para cumplir esa exigencia de la «restitutio ad integrum». Después de múltiples y variadas escaramuzas, la pequeña incisión, la facoemulsificación y las lentes intraoculares plegables dotadas de sorprendente biocompatibilidad dieron cumplida respuesta a esa exigencia.

El cirujano de cataratas ya no era un oftalmólogo que armado de habilidad y de valor abría la cámara anterior, extraía lo más rápidamente posible la catarata y suturaba como podía. Tenía que hacer cálculos previos, elegir instrumentos y materiales, programar sus gestos. La habilidad de sus manos seguía siendo importante pero lo era más la organización mental con que afrontaba complejidad la del acto quirúrgico. Tenía que pensar y, exigencia ineludible de la microcirugía, que ser meticuloso. Era ya otra persona.

Mientras todo esto estaba sucediendo se produjo la explosión de la cirugía refractiva. La cuestión ya no consistía en extirpar una estructura alterada por la enfermedad sino en rediseñar las características ópticas de un ojo que estructuralmente era normal. La diana que había que alcanzar era la emetropía.

Para conseguir ese objetivo siguiendo las huellas de Tutomu Sato, de Svatyslav Fyodorov y de José Ignacio Barraquer el ingenio y la agresividad de los cirujanos se orientaron hacia la córnea. La elección era bien comprensible: la córnea no sólo era la estructura más fácilmente accesible sino que era la más determinante en la refracción total del dioptrio ocular. Pequeñas modificaciones de su curvatura producían cambios refractivos importantes.

A partir de ese momento la córnea del miope —y en menor grado, la del astígmata— se convirtió en una especie de campo de Agramante en el que los cirujanos refractivos emularon las proezas de Orlando Furioso. Los sablazos múltiples e inmisericordes de la queratotomía radial, los lentículos congelados o sin congelar de la queratomileusis, las incisiones y las quemaduras de todo tipo y condición compitieron entre sí hasta que la llegada de la tecnología de alta precisión de los láseres excimer permitió realizar ablaciones micrométricas del estroma corneal. Lo cierto es que en todas estas experiencias la córnea aguantaba mucho más de lo que razonablemente era de esperar y cuando el microtomo del lasik permitió no tocar ni el epitelio ni la membrana de Bowmann el trauma quirúrgico se hizo casi indetectable. Los fotones tenían ya la vía libre y el bombardeo del estroma continuó aumentando en un imparable in crescendo.

Pero pronto se vio que también aquí había un límite que no podía ser sobrepasado. Cuando en la corrección de la miopía el aplanamiento de la córnea suponía una reducción de su grosor a menos de 400 micras el estroma de tal modo adelgazado no aguantaba el empuje de la presión intraocular y al poco tiempo aparecía el desastre anatómico y funcional que representa la ectasia corneal.

  

¿Qué hacer ante tales casos?

La mirada de los cirujanos refractivos se volvió entonces hacia un territorio bien conocido: la cirugía de la catarata. Si la lente implantada en el saco capsular permitía corregir la afaquia otra lente similar con la potencia adecuada permitiría corregir la miopía por muchas que fuesen las dioptrías. El viejo sueño de Boerhaave que ya en 1708 aconsejaba luxar el cristalino transparente en las altas miopías o el de Fukala y de Vacher que hacia 1890 practicaban su extracción extracapsular era otra vez posible. Además el sueño era trasladable a la corrección de la hipermetropía y algún día también, gracias al uso de lentes multifocales, a la de la presbicia. Los cirujanos refractivos cambiaron de casa: del estroma corneal se pasaron al saco capsular. La precisión técnica y experiencia aportada por la Reina de todas las Batallas —la operación de cataratas— les daba unas facilidades y unas garantías que Fukala no había podido ni imaginar. Así empezó la Era de la Lensectomía Refractiva.

Una tendencia que todo hace pensar que continuará y se perfeccionará en un futuro próximo. Porque, al final, la Naturaleza acaba imponiendo su ley. Una cosa es implantar en el ojo una lente artificial y otra bien distinta es hacerlo en un lugar no diseñado para cumplir esa función. La cámara anterior puede servir como fonda más o menos inhóspita en la que la que uno puede alojarse un cierto tiempo pero no como casa en la que uno se instala de por vida. Ni el endotelio corneal ni el iris ni el ángulo camerular están acondicionados para acoger huéspedes extraños durante mucho tiempo. Para eso el receptáculo adecuado es el saco capsular.

Y quizás es por esa razón que aquellos cirujanos refractivos que saben que la cirugía intraocular no comenzó antes de ayer y que también aquí sigue vigente el principio de «primum non nocere», que algunos hay, se están ahora mudando de casa.

Pero conviene recordar que para que esta mudanza sea aceptada unánimemente por pacientes y por cirujanos antes tendremos que acabar de resolver dos problemas principales. El primero se refiere a la calidad de la visión; el segundo a la posible yatrogenia de la propia intervención. Aquellos amétropes jóvenes que todavía mantienen operativa gran parte de su acomodación difícilmente aceptarán corregir su miopía o su hipermetropía mediante lensectomía refractiva si después necesitan gafas para la visión próxima. La aceptación universal del procedimiento va a demorarse hasta que la óptica híbrida de las nuevas lentes difractivas/refractivas consiga realmente una buena visión de lejos y de cerca (¡y en aquella distancia que exige el uso continuado del ordenador!).

El segundo gran problema de la lensectomía refractiva sólo afecta al gran miope y consiste en ahuyentar la amenaza del desprendimiento de la retina postquirúrgico. Evitar aquella situación ciertamente poco frecuente pero bien penosa que se produce cuando después de cuatro o cinco años felices desde la operación la cápsula se opacífica, tenemos que recurrir al YAG-Láser y a los dos o tres meses se presenta el colapso de vítreo posterior y el desprendimiento regmatógeno de la retina.

Nada se consigue sin pagar un precio y esos son —¡qué le vamos hacer!— los impuestos que todavía tenemos que pagar por habitar la nueva casa y de ellos trataremos en próximas entregas.

Pero antes de poner punto final a este editorial me gustaría adelantarme a una posible objeción. Quizás algún lector eche de menos un compromiso más directo y personal del autor con el problema que plantea. A quien así objetase le contestaré con una confesión personal. Soy emétrope y si tuviese que operarme hoy de catarata probablemente pediría que me implantasen una lente monofocal. Perder, buscar, encontrar o no encontrar las gafas de cerca es deporte que llevo varios años practicando y no me importaría demasiado seguir haciéndolo. Obliga a ejercitar la memoria próxima, algo recomendado para prevenir el Alzheimer, y en algunas ocasiones puede resultar incluso instructivo pues la búsqueda muchas veces infructuosa de las gafas permite reconocer rincones, recovecos, cajones y bolsillos en los que hasta entonces apenas habíamos reparado.

Por si esta elección indujese al lector a considerarme persona ya definitivamente incapacitada para afrontar cualquier test de innovación también le diré lo que en un momento de debilidad consumista postmoderna estaría dispuesto a aceptar. Permitiría que en un ojo me implantasen una lente multifocal «optimizada» para lejos y en el otro una lente para cerca. Ya sé que esta solución de cuasi-monovisión tiene bastante aspecto de chapuza pero garantiza la esteropsis. Si con un ojo puedo ver con nitidez las estrellas en el cielo y con el otro acariciar la tinta de las letras sobre la textura del papel yo no necesito mucho más.

No ver con nitidez la pantalla del ordenador me importa mucho menos; Soy, y creo que siempre seguiré siendo mucho más adicto a la Galaxia Gutemberg que a la de Bill Gates ...

Y ya para terminar permítanme todavía un consejo. En este asunto como en tantos otros en los que interviene una tecnología cambiante, tal como decía a Escrava Isaura en un famoso culebrón brasileño, «é urxente esperar».

Manuel Sánchez Salorio