EDITORIAL


¡Queremos nota!


Contábame un amigo, activo protagonista de la movida universitaria de los 70, que durante un examen de Religión de su carrera, imprescindible maría» de por entonces, los estudiantes masivamente arremolinados en la antesala del Aula Magna, enfurecidos y rebeldes ante tan absurda disciplina, prorrumpieron en gritos agresivos contra el clero. La llegada del sacerdote encargado de la disciplina no hizo sino acrecentar sus airadas protestas, que en un momento dado adquirieron incluso un tinte alarmante. Abrumado por esos hechos el cura, entre atemorizado e inerme frente a esa manifiesta e incontrolable actitud de indisciplina, logró hacerse oír con voz entrecortada, mezclada difícilmente entre el vociferío, con un ¡todos aprobados! Por un instante, la multitud calló expectante, sorprendida ante tan generosa e inesperada oferta. Pero tras ese breve momento silente y tragicómico surgió una voz, que con potencia y energía rugió ¡¡queremos nota!! Ante esa mejorada propuesta, la muchedumbre se sumó jubilosa a la demanda arreciando el griterío salpicado de insultos y amenazas, con lo que el sufrido sacerdote optó, sabia y prudentemente, por desaparecer. Ignoro el desenlace de esta divertida anécdota que, sin embargo, encierra el mensaje de la insaciable ambición del alma humana.

Asistimos en estos últimos años con aparente desinterés, conscientes o inconscientes de su transcendencia, a una profunda y decisiva revolución de la cirugía ocular que sin duda tendrá unas consecuencias decisivas en la actividad de los oftalmólogos futuros. El fenómeno afecta, por supuesto, a todas las ramas de la cirugía, pero no resulta aventurado afirmar que en la nuestra resulta especialmente llamativo. Varias razones lo justifican. Por un lado, la Oftalmología es una rama de la Medicina especialmente tecnificada, con lo que indefectiblemente se ve arrastrada por la revolución que ha supuesto la era informática; por otro lado, siendo la patología quirúrgica oftalmológica básicamente geriátrica, el importante alargamiento de la esperanza de vida ha de repercutir cuantitativamente en dicha actividad. Ambos fenómenos están estrechamente interrelacionados. En efecto, aunque evidentemente la prolongación de la edad es una consecuencia lógica de los progresos de la ciencia, esta nueva» población senil exige a su vez originales avances tecnológicos que le permita una mayor calidad de vida y le asegure prolongar sus actividades sin sentirse irremisiblemente apartados de la sociedad en la que todavía se sienten integrados.

Se crea con ello una espiral entre oferta y demanda de incalculables consecuencias socio-económicas. Paradójicamente la Medicina avanza en un campo determinado cuando la sociedad se lo exige. No es sorprendente por ello que en un mundo en el que los medios audiovisuales han adquirido un protagonismo esencial, el objetivo de recuperar y conservar una función visual eficaz durante toda la vida resulte una exigencia ineludible. La revolución en la cirugía de la catarata que supuso el implante de lentes intraoculares no fue por consiguiente un fenómeno casual. El anciano actual, todavía físicamente activo y mentalmente lúcido, estrechamente ligado a su automóvil, a su televisión, a las posibilidades turísticas que le ofrecen la comodidad y rapidez de los medios de transporte, pero indefectible sufridor de una catarata, difícilmente podría resignarse a la invalidez parcial que le suponía la afaquia de antaño, inevitablemente vinculada al porte de una corrección óptica limitante y molesta. Aunque esa masa de población creciente no saliera en multitudinaria manifestación para exigir un cambio de su situación, de manera sutil e imperceptible clamaba por un cambio en la Medicina que inevitablemente se inició en la pasada década. Los primeros resultados eran realmente esperanzadores, por lo que pese a una inicial resistencia la oftalmología se empeñó en alcanzar una meta tan sugestiva. Los escasos cirujanos que se aventuraron inicialmente a realizar esa técnica novedosa, gozaron de un privilegiado prestigio con la ventaja adicional de que el resultado comparativo, respecto a los procedimientos convencionales de extracción intracapsular de la catarata, era de tal magnitud que incluso se le perdonaban las pequeñas o grandes complicaciones, ya fueran fruto de sus propios errores o de aquéllas derivadas de una técnica todavía balbuceante en cuanto al lugar de implantación de la lente, su diseño, su potencia y la ejecución de unas maniobras seguras para el porvenir del ojo. Pero el pueblo aprendió rápidamente. De momento ya no había que esperar a quedarse ciego» para operarse. Poco después a la masiva incorporación de los cirujanos al procedimiento se unió un perfeccionamiento técnico notable, que aseguraba unos resultados generales más que aceptables. Y de repente, casi sin respiro, comenzó un nuevo reto. Los pacientes ya no se resignaban simplemente a haberse liberado de las molestas gruesas gafas de antaño y esperar resignadamente un par de meses a la corrección de su pseudofaquia y a partir de entonces reintegrarse con plenitud a la sociedad. Querían más. Querían operarse con láser, mágica palabra que parece sublimar todos los progresos de la medicina, querían operarse sin anestesia, levantarse de la mesa quirúrgica como si cualquier cosa. Querían ver su programa favorito de la TV esa misma noche con el ojo operado y, por supuesto, ducharse, bañarse, ir a la peluquería, conducir su coche y, los más lanzados y todavía capaces, de hacer el amor desde el mismo instante de finalizar la intervención. Total si la operación de la catarata es muy fácil, no es nada... Leí hace escaso tiempo un anuncio periodístico que rezaba Clínica "X": obesidad, celulitis, varices, liposucción,..., cataratas» y ante tan variopinta oferta me cuestionaba seriamente si mi preocupación ante una intervención de catarata es la consecuencia de una inconsciente falta de seguridad en mi pericia, pese a mis largos años de experiencia quirúrgica, o deriva de una trasnochada y excesiva prudencia que acontece cuando ya se peinan canas. Pero, aún a riesgo de estar equivocado, no puedo dejar de mantener la idea de que las lícitas y deseables aspiraciones de los pacientes por reducir los inconvenientes de la cirugía de la catarata a las que me sumo de forma entusiasta, no deben suponer necesariamente su devaluación ni minimizar sus riesgos ciertos, que desdichadamente todos los cirujanos conocemos.

El oftalmólogo, cómplice inconsciente de una compleja maquinaria comercial que jubilosamente asiste a los retos de la cirugía, paradójicamente más complicada en tecnología a medida que avanza, tiene un papel importante en este fenómeno evitando participar en ese juego, que de seguir así a corto plazo supondrá su devaluación profesional. Pero eso podría ser materia para otro comentario. Por el momento al clamor de ¡queremos nota! de nuestros pacientes respondámosles sí, pero examinándose».

Dr. José Belmonte Martínez
Doctor en Medicina y Cirugía
Alicante