EDITORIAL

La relación médico-paciente en la sociedad de la información
(aportaciones para un discurso retroprogresista)

A Jacobo Yánez Martínez, ciberevangelista máximo de la oftalmología española.

* Este texto corresponde a la conferencia pronunciada por su autor en la clausura del Curso «Salud, ciudadanía y comunicación», organizado por la Universidad Menéndez Pelayo. La Coruña. Julio 2000


Lo primero que debo decir aquí es que muy probablemente alguien se equivocó al invitarme a participar como conferenciante en este curso. Porque mi perfil no coincide demasiado con el que es propio de los ciberevangelistas. Es decir, con el de aquellos que con profunda convicción andan por ahí anunciando la «buena nueva» de la globalización de la información a través de las nuevas tecnologías. Hace ya años que creé en la red un portal que se llama Oftalmored y creo que en el año próximo entraré a tope en la Telemedicina pero lo cierto es que llevo el móvil siempre desconectado, que uso el ordenador e Internet a través de personas interpuestas, que me pone enfermo leer constantemente no-se-qué-punto-com y que en las estaciones de servicio al coger la manguera para poner gasolina me cabreo al oír el sonsonete «ha elegido usted gasolina súper». Me encanta, probablemente más de lo debido, hablar con las personas, incluidos claro está, los perros, pero me horroriza que me hablen las máquinas.

Pudiera ocurrir que esta especie de rechazo se deba a que mis neuronas ya no tienen la plasticidad suficiente para adaptarse al desafío que supone la novedad pero como ante otros test de innovación sigo siendo receptivo y respondedor entusiasta pienso que estoy especialmente tarado para esta parcela. De todos modo vamos a intentar ahora hacer juntos una reflexión. Una reflexión que espero sea positiva porque lo cierto es que yo no creo que la anunciada saturación de información sea una «forma de catástrofe» tal como afirmó en esta misma ciudad de La Coruña el sociólogo francés Jean Baudrillard hace aún bien poco tiempo. Representa ciertamente un bombardeo pero puede haber estrategias para prevenir el efecto de las bombas. Y la primera es saber reconocerlas. Hace ya mucho tiempo que Petrarca —¿o fue Leonardo?— nos dijo que «la flecha que se ve venir viene más despacio».

En 1880, Schweninger, un gran clínico berlinés con gran acierto expresivo escribió que el médico debe encontrarse con su paciente «como en una isla desierta». Quiere esto decir que, al menos idealmente, esa relación debe establecerse directamente sin intermediarios que la condicionen ni instancias ajenas que la desvirtúen. En principio, el médico se debe a sus enfermos y a nadie más: por eso ha de ser «libre». El acto médico no reconoce otras finalidades que las propias médicas: el paciente busca curación o alivio y el médico lo otorga en la medida en que sabe y puede hacerlo.

La relación del médico con el enfermo aparece así como una relación «cerrada»: Toda la carga de sentido de la función del médico se cierra sobre sí misma, necesariamente. Toda ella deriva de la misma fuente y apenas recibe préstamos ajenos.

La figura del médico es así una constante en la comunidad humana. Su necesidad no es consecuencia de una cultura o de una civilización particular sino que es una exigencia de la Naturaleza. De la «natura vulnerata», de la naturaleza del hombre vulnerada por la enfermedad. Por eso el sentido de su tarea tiene la simplicidad de lo que es arquetípicamente humano llámese pan, ánfora, jefe o sacerdote.

Y ¿por qué eso es así? ¿Por qué eso que otorga el médico sólo puede ser otorgado a través de una relación personal muy particular? ¿Qué es lo que exige la isla desierta?

Pues es así porque la enfermedad es también un suceso muy particular. Por un lado la enfermedad es una alteración físico-química que perturba una función biológica. Y por eso debe ser estudiada, entendida y tratada dentro del ámbito propio de la racionalidad científico-natural.

Pero por otro lado ese suceso altera, modifica o impide la realización de una biografía personal. Y en la medida en que la enfermedad condiciona la realización de un proyecto de vida personal el ámbito que le es propio —y también la racionalidad necesaria para su comprensión— se extiende más allá de la legalidad científico-natural para entrar en aquél en el que el hombre se realiza como persona, es decir, como autor y sujeto de sus propios actos.

La amenaza que la enfermedad supone para la realización del proyecto de vida personal «succiona» la vida mental y afectiva del paciente matizando y condicionando su personalidad. Y, a su vez, la personalidad mental y afectiva del paciente matiza y condiciona la expresión de la enfermedad. Willian Osler decía: «lo importante no es que tipo de enfermedad tiene un paciente, sino que tipo de paciente tiene una enfermedad». Todo este preámbulo viene aquí para de algún modo justificar ahora el uso de un tópico: aquél que dice que el médico al tratar enfermedades también trata personas. Y que ese trato —ese tratamiento— afecta ámbitos y aspectos que se relacionan con la intimidad personal. Y que el entorno más apropiado para encontrarse con esa intimidad personal ha sido «la isla desierta».

Y ahora, cuando me figuro que gracias a la brillantez de mi dialéctica ya los he convencido a ustedes de la necesidad y de la conveniencia de la isla desierta, les voy a decir la verdad: esa isla desierta no existe. Hace ya mucho tiempo que ha dejado de existir si es que alguna vez existió realmente.

Esta realidad, el ámbito en el que el médico se encuentra con su enfermo —que además ya no es «su» enfermo (ni tampoco el médico es «su» médico)— nada tiene ya de isla, ni de desierto.

Se ha ido poblando de aparatos, de papeles, de intermediarios, de protocolos de actuación, de normas de control y de rendimiento, de directrices de Directores y de Gerentes. Y —¿por qué no reconocerlo?— de citaciones que llegan amenazantes desde los Juzgados de Instrucción.

Y por si todas esas desgracias no fuesen suficientes ahora esa relación es acometida por informaciones que llegan por todos lados desde múltiples portales y «no-se-qué-punto-com».

 

¿Cómo van a influir las nuevas tecnologías de la información en la relación del médico y su paciente?

En primer lugar vamos a empezar por afirmar algo sobre lo que supongo todos estaremos deacuerdo.

Las nuevas tecnologías representan una marco dentro del cual pueden resolverse de forma innovadora algunos problemas, quizás muchos, que hasta ahora no podían ser resueltos. Todo el mundo está de acuerdo que Internet va a incidir y a transformar principalmente dos campos de actividad: el business, es decir, el modo hacer negocios, y el ejercicio de la medicina. (Todo el mundo dice eso pero por ahora los portales que tienen más éxito son los dedicados a la pornografía. El anonimato que ofrece la red está siendo extraordinariamente revelador).

Lo segundo que tenemos que advertir es que hay muy pocos estudios serios sobre lo que realmente está ocurriendo en lo que se refiere al impacto de las nuevas tecnologías en la relación médico-enfermo. La red está siendo ya utilizada como un instrumento para la investigación pero hay poca investigación sobre lo que ocurre en la propia red.

Por eso, esta reflexión deberá basarse ciertamente en algunos datos sobre lo que está ocurriendo pero también y sobre todo en extrapolaciones más o menos intuitivas.

 

El encuentro del médico con el paciente

Para empezar debemos planearnos una cuestión conceptual: cuando un paciente acude a un portal de Internet, comunica sus síntomas y como respuesta recibe un diagnóstico y una propuesta terapéutica ¿estamos ante un acto médico verdadero?

Yo creo que sí lo es aunque lo sea de carácter espúreo o de baja calidad pero lo cierto es que las organizaciones corporativas dicen que no lo es.

La organización médica colegial española prohíbe establecer un diagnóstico si antes no ha habido una relación física —pienso que mejor sería decir «cara a cara»— entre el médico y el paciente. En Alemania está prohibido establecer diagnósticos a través de e-mail. En Inglaterra se admite pero advierten de los inconvenientes que pueden derivarse del hecho de que el médico no conozca al paciente que trata.

¿Cuál es la razón de esa prohibición o, al menos, de esa desconfianza?

Podría pensarse que la prohibición se basa en la defensa de intereses corporativos y la hipótesis no puede descartarse totalmente. La consulta médica en Internet representa un competidor para las consultas establecidas tradicionales de los médicos y, además, es más difícil de controlar por las organizaciones corporativas. En Internet no hay, no puede haber, «Big Father». No hay jerarcas.

Pero yo creo que la desconfianza se basa en razones mucho más profundas y valiosas. Razones que provienen de la estructura misma del encuentro del médico y del enfermo. Para entenderlas vamos a analizar, aunque sea muy brevemente, algunos aspectos de esa estructura.

La consulta clínica es sobre todo un acto en el que el médico y el paciente «hablan». (Por eso el médico, y también el paciente, deben ser «afables». Afable es el que tiene habla). Y cuando hablan lo hacen en un entorno personal y a través de procedimientos ritualizados desde hace mucho tiempo. En el fondo la anamnesis hipocrática no ha sido superada. Podría pensarse que nada impide que el interrogatorio se haga a través de Internet con participación interactiva. Pero debe recordarse que la entrevista es ciertamente una búsqueda de datos pero en la que muchos de esos datos no van a aparecer o no van a poder ser correctamente valorados si el médico y el paciente no entran en contacto. Si no hay entre ellos un mínimo de «empatía». Es decir de aquella capacidad para captar y comprender los pensamientos, los temores y los deseos del paciente y para transmitirle la seguridad de que han sido comprendidos.

Y esa «empatía» no surge sólo de la comunicación verbal. Surge de los gestos, de las actitudes. De una especial «Alianza» que se establece entre el médico y el paciente.

Por eso, al menos en mi opinión, los protocolos de actuación no sirven para mucho al menos en los casos complicados. El afán exagerado de objetividad convierte al paciente en objeto. Y los objetos no hablan, sólo lo hacen los sujetos. Y el mundo propio del sujeto es la subjetividad. En el encuentro del médico con el enfermo el primer papel del médico es el de apoyar y estimular la capacidad narrativa del paciente. Por eso la entrevista nunca debe estar demasiado estructurada. Debe ser «semiestructurada» para poder adaptarse a la capacidad del paciente para contar una historia. En la expresión «historia clínica» deberíamos reparar más en el término historia. (Ese término es el que expresa que el médico es «de Letras» tanto como «de Ciencias»). Esa alianza, esa peculiar empatía, ¿puede conseguirse a través de una conexión interactiva en Internet?

Yo lo dudo. Creo que el encuentro puede producirse pero que siempre será un encuentro de baja calidad.

¿Quiere todo esto decir que las nuevas tecnologías no van a aportar nada positivo a la relación el médico con el enfermo?

En modo alguno. Porque en la relación del médico y el enfermo no todo es comunicación sea verbal o gestual o alianza empática. Los datos objetivos son muy importantes y a través de la red los datos van a moverse como nunca pudieron hacerlo. Y además, gracias al libre acceso a la red, van a pertenecer tanto al médico como al paciente. Y eso va a ser muy importante. Porque va de algún modo a redefinir los roles del médico y del paciente en la asistencia médica. Los pacientes, al menos algunos pacientes, van a participar de modo más activo en los procesos y en las decisiones relacionadas con el diagnóstico y con el tratamiento.

Vamos ahora a reflexionar, al menos intuir, lo que pudiera ocurrir en diversos escenarios en los que discurre la relación del médico y el enfermo.

 

1. La primera consulta

El primer contacto del médico con el paciente tiene siempre un momento intrigante. El paciente empieza a exponer sus síntomas y sus quejas pero uno no sabe bien por «donde va a salir». Si viene a «entregarse» con todas sus consecuencias o si viene simplemente a recibir información sobre su problema. Pero ese encuentro hasta ahora siempre se hacía en el horizonte de una distancia jerarquizante: el paciente exponía sus síntomas, sus quejas o sus dudas pero sólo el médico sabía dar razón de lo que ocurría. El conocimiento era una exclusiva propia del médico.

Ahora llega un paciente con un sobre lleno de papeles que ha «bajado» de Internet. Trae información de última hora. No trae, claro está, un conocimiento verdadero pero trae la seguridad que da el conocimiento o sus sucedáneos.

El médico se siente incómodo. Tiene que discutir no sólo con el paciente sino con los papeles que trae. Los papeles hacen la función que a veces hace el que podríamos llamar «acompañante invasivo». Aquel que sin parar pide explicaciones sobre múltiples cuestiones mientras el paciente permanece callado.

La incomodidad del médico deriva de que esa información casi siempre va a ser fragmentaria, o engañosa o mal asimilada. (La pseudoerudición peste aviar de la cultura era un lema de la vieja Codorniz que debería ser rehabilitado) pero también deriva del hecho de poder ser cazado en un renuncio. Nadie está libre de desconocer un dato o incluso una publicación relativamente importante.

Pero yo no creo que todo esto vaya a resultar negativo. Hará que el médico replantee el encuentro con el paciente. Tendrá que dedicar más tiempo a escuchar y a hablar con sus pacientes. Y a estar mejor informado si quiere pasar con buena nota el examen que supone comentar los papeles que el paciente ha sacado de su carpeta.

La tecnología produce a veces efectos paradójicos. Valga como ejemplo lo que nos ha pasado a los oftalmólogos con la cirugía de la miopía. El maridaje de la tecnología del ordenador con la del láser ha conseguido instrumentos que con rapidez y precisión admirables realizan las medidas de la curvatura de la córnea y determinan la intensidad y la duración de la emisión de la energía necesaria para conseguir el efecto programado. Podría deducirse que la cirugía de la miopía era realizable dentro de la racionalidad propia de las cadenas de montaje, lo que sólo es cierto en lo que se refiere al acto quirúrgico. Pero en toda mi vida nunca he tenido que dedicar tanto tiempo a hablar con los pacientes como ahora lo hago con los miopes que desean operarse.

 

2. El seguimiento

Creo que Internet va a ser muy importante en el seguimiento de los pacientes crónicos. Hay muchos pacientes que no pueden desplazarse a la consulta, o que no pueden perder su tiempo o, incluso, que no quieren molestar a su médico. Si el paciente esta instruido sobre los síntomas cuya comunicación puede ser significativa el sistema funcionará evitando consultas y añadiendo algo muy importante: la sensación para el paciente de sentirse protegido al estar conectado permanentemente. El problema para el médico estribará en encontrar tiempo para analizar y responder los mensajes. Y para quitarse de encima a los pacientes ansiosos o querulantes. Pero, en principio, Internet va a servir para «fidelizar» al paciente con su médico o con el equipo que lo atiende.

 

3. La segunda consulta

Personalmente pienso que, al menos durante algún tiempo, el uso más frecuente de Internet por parte de los pacientes va a estar motivado por el deseo de contrastar en la red un diagnóstico o un tratamiento que han recibido en una consulta más o menos tradicional (algún estudio indica que en USA ya lo hace un 43% de los pacientes). El paciente se apunta a la nueva cultura pero no se arriesga a desprenderse totalmente de la que ha interiorizado desde su infancia. Acude, a la vez, al médico y a la máquina.

Pero la consulta «on line» juega con algunas ventajas: la falta de formación médica incapacita al paciente para la crítica y el ansia de curarse lo hace particularmente crédulo. Cuando una persona que se cree «moderna» enferma se hace especialmente vulnerable a la fascinación de la tecnología por mecanismos parecidos a los que hacían que las personas «antiguas» lo fuesen ante la magia de los curanderos o del santoral.

Esta incapacidad crítica del paciente para resistir la manipulación mediática plantea problemas éticos importantes. El que abre un portal en Internet no lo hace siempre por motivos altruistas o simplemente informativos. La captación subrepticia de pacientes o la propaganda engañosa de productos farmacéuticos son una expresión más de los peligros que acechan al ejercicio de la medicina cuando su regulación se deja totalmente en manos del mercado.

 

4. La Telemedicina

Aunque desborde el ámbito concreto de la relación médico-enfermo quizás convenga referirse de algún modo al marco general dentro del cual se va a mover esa relación y que puede designarse como Telemedicina. Por tal entendemos todas aquellas actividades en las que a través de la comunicación interactiva de datos y de imágenes se realizan actos relacionados con el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades, con la transferencia de datos médicos y con la educación médica tanto de los propios profesionales como del público en general.

Personalmente pienso que esa transmisión interactiva de información puede ser muy importante para conectar la asistencia primaria con la especializada, particularmente en aquellos campos en los que diagnóstico se basa en registros (cardiología, E.C.G.) o en imágenes (radiología, dermatología). En oftalmología la llegada de los retinógrafos de imagen digital que permiten fotografiar el fondo de ojo sin necesidad de dilatar la pupila ofrecen enormes posibilidades para el screening de algunas enfermedades como es el caso de la retinopatía diabética asunto en el que en Santiago de Compostela estamos especialmente comprometidos. También podría ser la Telemedicina un instrumento importante en actividades formativas (programa de residentes, fellowship, doctorado a distancia) especialmente si se utiliza para algo más enjundioso que las «video-conferencias» en las que el show suele primar sobre la eficacia.

 

Coda final retroprogresista

Todo esto ¿va a representar realmente una revolución?

Probablemente sí. Pero conviene andar con cuidado con las profecías de los que se consideran expertos. La prospectiva es una ciencia tan sugerente como versátil. En 1965 durante una estancia en USA cayó en mis manos «The lonely Crowd» el gran libro de David Riesmann. Desde entonces soy lector asiduo de los sociólogos-filósofos y de sus predicciones. Y resulta que gracias a los chips y a la electrónica en el futuro sólo trabajaríamos dos días a la semana pero lo cierto es que seguimos corriendo de un lado para otro con la lengua de fuera. Las aceras de las calles se moverían como las escaleras mecánicas haciendo innecesario el automóvil y ya ven que lo que ha ocurrido ha sido precisamente lo contrario. Todos consumiríamos conservas y alimentos precocinados y ahí sigue sobre la mesa, gloriosa y eterna, la tortilla de patatas.

No toda la tecnología que usamos actualmente es tan novedosa como algunos creen: el teléfono y el motor de explosión han cumplido ya más de cien años y ahí siguen funcionando.

Además la novedad realmente revolucionaría sigue siendo imprevisible. Todo el mundo está de acuerdo en afirmar que el siglo XX se acabó el día que se cayó el Muro de Berlín y ni el mejor pagado de los agentes de la CIA fue capaz de predecirlo aunque sólo fuese un día antes.

Puesto que supongo que el hecho de que yo ocupe ahora este lugar y de que tan generosamente me haya sido concedido el don y la libertad de la palabra no se debe a mi presunta condición de ciberevangelista amateur sino a haber dedicado gran parte de mi vida a enseñar en la universidad voy a permitirme rematar mi intervención con una pequeña digresión «retroprogresista».

Éste es ciertamente un curso dedicado a la innovación tecnológica. Pero es también un curso patrocinado por tres instituciones que a sí mismas se nombran y reconocen como «universidades». Es misión propia de la universidad, claro está, reflexionar sobre el impacto social de la novedad pero pienso que también lo es hacerlo desde la perspectiva que le otorga el legado cultural que la universidad debe mantener y transmitir.

Vamos a vivir, estamos viviendo ya, un espacio social sobresaturado de información. Esa información se refiere, casi exclusivamente, a un «presente» virtual, efímero y electrónico. Gracias al gran invento de la transmisión en tiempo real todo es inmediato.

Pero el ser humano no necesita solamente estar informado. Necesita conocer y muy especialmente conocerse. Necesita hablar con los demás pero sobre todo hablar consigo mismo. Para entender el mundo y para entenderse a si mismo necesita pensar. Pero pensar es una operación que obliga a establecer una distancia frente a lo inmediato. Precisa «perspectiva». Frente a la obsesiva invasión de lo omnipresente «on line» necesita construirse un universo «ausente».

Y lo que libera al hombre de las ataduras de esa inmediatez y de las rutinas de lo cotidiano es ese legado cultural constituido por las grandes creaciones del espíritu humano que es lo que realmente abre la mente y el corazón. Lo que verdaderamente nos «desata» de lo inmediato y nos otorga perspectiva sobre el mundo y sobre uno mismo.

En el Sofista dice Platón que pensar es entrar a dialogar con nosotros mismos. Es «el diálogo de un alma hacia si misma» dice textualmente en el Teeteto. (Y la preposición hacia indica claramente que pensar es siempre un «movimiento»).

Pues a mí me parece que en el reino de la inmediatez obsesiva que se avecina cada uno tendrá que inventarse una «isla desierta» para encontrarse consigo mismo tal como Schweninger pedía hace más de un siglo para el encuentro del médico con el enfermo.

En verdad no sabemos si estamos avanzando o retrocediendo. Lo que si sabemos es que no podemos detener la historia. Hay que huir hacia delante. También sabemos que las contradicciones pueden ser fuente de fertilidad. Nos aportan esa dosis de caos que todos necesitamos para tener que inventar respuestas creativas. Scott Fitzgeral decía que lo que caracteriza a una mente de primera es la capacidad de funcionar teniendo en la cabeza dos ideas contrapuestas.

Pienso que en ningún lugar se ha expresado con más belleza y precisión esta situación como en aquel misterioso verso de Hölderlin que Heidegger ha recordado y que a mí tanto me gusta repetir: «Wo das Gefahr ist, das Rettende wachs auch». «Allí donde está el peligro, allí es también donde crece lo que salva».

Y esa es precisamente la esencia del discurso retroprogresista: para encarar con buen fruto el desafío que supone la Gran Novedad hay que darse siempre, aunque sólo sea como una medida higiénica, una zambullida en los Orígenes. En aquel humus cultural del que todos realmente procedemos.

Si no queremos convertirnos en artefactos efímeros de la actualidad tenemos que avanzar presionando con fuerza el acelerador pero sin que la mirada descuide las enseñanzas del retrovisor.

Y ese es el mensaje: intentar romper también aquí la dualidad entre pasado y futuro, técnica y cultura, persona y sociedad.

Y, ya para terminar, pueden creerme si ahora les digo que me daría mucha pena que este mensaje pudiera haber defraudado a los ciberevangelistas que con ejemplar dedicación han participado en este curso. Admiro sinceramente su fé en las nuevas tecnologías y su entusiasmo aunque no pueda compartirlos totalmente. ¡qué le vamos hacer! Nadie puede saltar fuera de su sombra y además he de confesarles que, en mi caso, aunque pudiera hacerlo no lo desearía en absoluto. Hace ya mucho tiempo que los dados han sido echados sobre la mesa y yo he aceptado el resultado.

Muchas gracias a todos.

Prof. M. Sánchez Salorio