COMENTARIO

Visión borrosa

Dr. Jaime Bosch P


Unas historias clínicas aparecidas en el American Journal of Ophthalmology en Noviembre de 1999 nos cuentan que tres mujeres de 37, 45 y 53 años acudieron al oftalmólogo por presentar visión borrosa durante varios minutos —algunas durante horas— a partir de un momento de excitación sexual. Ellas, eufemísticamente, relataron que sus síntomas empezaron «bajo condiciones románticas». La segunda de ellas refirió la erótica borrosidad en ambos ojos, mientras la tercera, relató dos episodios de visión borrosa durante la refriega sexual. Ninguna de ellas aclaró si tales afanes coincidían o no con la canónica intención de procrear o se trataba de meros juegos libidinosos, por lo que a estas alturas, los médicos no podían excluir del todo la hipótesis del castigo divino, máxime si tenemos en cuenta que estaban en Norteamérica, donde Dios está en la constitución, la misma que reconoce como casi derecho divino el acopio de armas de fuego.

Tampoco había antecedentes de intervenciones lasik, con la posibilidad de colgajos fláccidos o hipercinéticos ni coincidencias entre los relatos en cuanto a implicaciones posturales. Ni prono ni supino ni estilo hípico ni nada, ninguna pista por este lado, ni tampoco en el carácter de débito matrimonial o aventurero de los actos en cuestión, por lo que los esforzados especialistas se dejaron de conjeturas y se pusieron manos a la obra, aunque no en el sentido de Pantaleón y las visitadoras, la obra de Vargas Llosa recreada recientemente en el cine, en la que el teniente Pantoja, encargado por sus superiores de organizar un servicio de desatascamiento de tuberías sodadescas en la selva centroamericana, realiza un test de calidad a las prestaciones de las candidatas. Los oftalmólogos se limitaron, en este caso, a hacer lo que ordena el código deontólogico (es decir, el santo temor a sus respectivas), y exploraron científicamente a las pacientes afectas de enturbiamiento visual amoroso, y sucedió lo que suele suceder cuando la ciencia se impone a la superstición: todo tenía su explicación. En realidad, las fogosas pacientes sufrían episodios de cierre angular, resultante de la midriasis por estimulación simpática, es decir, que la simpatía inherente al momento les ponía las pupilas como a las belladonas romanas, que se las dilataban para estar más hermosas. Pero que no cunda el pánico y vayan a disminuir ahora las ansias reproductoras de los ciudadanos, porque ni estamos para estos lujos ni es necesario. Estos contratiempos, que por otra parte pueden sufrir también los hombres, además de sus habituales fallos hidráulicos, con o sin visión borrosa o doble que, como es sabido, sólo pueden darse en ojos particularmente pequeños y estrechos, susceptibles de padecer glaucoma por cierre angular, que de esto se trataba al fin y al cabo.

Lo que sí es importante, si ello sucede, y de ahí el interés divulgatorio, es concienciar a la ciudadadanía de la necesidad de acudir antes al oftalmólogo que al sexólogo o al confesor porque la cosa tiene más fácil remedio con un láser o una pequeña intervención que con oraciones o terapias psicoanalíticas; por su parte, y con casos tan llamativos, el oculista del siglo XXI podrá retomar su función primigenia de médico, además de experto con la garlopa de rebañar dioptrías o con el fálico instrumento de marear cristalinos al ritmo de chop, twist o burst, lo que a buen seguro redundará en un mejor equilibrio psíquico. En fin, tampoco es cuestión de empecinarse ahora en comprobar si las pupilas de la compañera/compañero se dilatan o no, como test de propia competencia. Como dijo un profesor de oftalmología a una paciente estrábica que, en vísperas de matrimonio, se mostraba preocupada por una posible y grotesca desviación ocular durante el himeneo, en estos momentos, muchachos/mu chachas, es mucho más romántico cerrar los ojos.