EDITORIAL

Medicinas de diseño


La salud, como estado ideal de ausencia de enfermedad, es una antigua e irrenunciable aspiración del ser humano, tan vieja como el mundo, que en el momento presente, gracias al fabuloso progreso de las ciencias biomédicas y a la fascinación que suscita la biotecnología, los circuitos de información habituales proponen, de manera errónea, como un objetivo fácilmente alcanzable. Con este planteamiento, no es extraño que la desgraciadamente falsa pretensión de una Medicina infalible, sea el ingenuo, pero inevitable, corolario aceptado por el enfermo o su entorno quienes, obstinadamente, solicitan un remedio incuestionable para sus males, sin acabar de asumir no sólo las razonables limitaciones de una determinada terapia, sino con más motivo la desgraciada evidencia de que no exista remedio alguno. La Historia de la Medicina es un compendio de los esfuerzos del hombre por lograr este desideratum y sus páginas salpicadas de grandes y pequeñas batallas, en busca de soluciones frente a la enfermedad, unas culminadas en desalentadoras derrotas, aunque otras, tras redobladas escaramuzas, finalmente ganados por los medicamentos o la cirugía.

En el caso de la Farmacología, la lucha contra el dolor, las infecciones, los cuadros cardio-vasculares, constituyen claros ejemplos de sus más gloriosas victorias, si bien quedan por dominar afecciones generales como el cáncer, el SIDA, las enfermedades degenerativas del SNC, reumatológicas, etc. para las que, en ausencia de una terapia indiscutible, compiten medicaciones de una eficacia todavía relativa y problemática, remedios compasivos y placebos. El problema de estas auténticas epidemias modernas es tan serio y su solución tan ardua y compleja que rara vez se prestan a ofertas de curación disparatadas o engañosas, al controlar la administración sanitaria estrechamente la posibilidad de flagrantes fraudes colectivos, revestidos de supuesta ciencia. Ello no inmuniza a estos padecimientos de actuaciones equívocas, de puntuales casos de impostura y fraude dentro del orbe médico, del perseverante mundo del curanderismo paramédico o de la inevitable búsqueda de milagrosas soluciones sobrenaturales basadas en una firme convicción religiosa.

Sin embargo, junto a los grandes padecimientos de la humanidad, más o menos serios y trascendentes subsisten, sorprendentemente, infinidad de otros menores, banales en apariencia, pero incompleta o apuradamente resueltos, pese a su universalidad y frecuencia. El envejecimiento de la piel, la caída y el encanecimiento del cabello, la distribución y el acúmulo asimétrico de la grasa corporal, el menoscabo de la líbido, la impotencia sexual, etc., constituyen algunos de los pequeños grandes problemas que asolan y preocupan a los habitantes de las áreas más desarrolladas del mundo moderno y que, en ausencia de una terapia incuestionable, se prestan al ofrecimiento de los más variados y polifacéticos remedios, al encontrar comúnmente, pese sus discutibles resultados, el benévolo juicio de los inagotables y ávidos consumidores. Las cremas y potingues milagrosos, que eternizan la tersura de la piel, los perfumes que devuelven una desvanecida fragancia, capaces asimismo de despertar las más feroces y ocultas pasiones, penalizan sin misericordia las economías domésticas de millones de ciudadanos de ambos sexos. Las lociones y pócimas contra la calvicie, erigidas por siglos en el producto estrella de buhoneros y charlatanes, se ofrecen con renovada obstinación, pese a la casi absoluta evidencia científica de su ineficacia, como remedio novedoso e infalible, ante el que difícilmente se resisten la gran mayoría de los calvos presentes y venideros. Los protectores solares de dos dígitos prometen un seguro amparo contra el supuesto incremento de las neoformaciones cutáneas malignas, causado por las perniciosas radiaciones que hostigan nuestras playas a través de la menguada capa de ozono. Cremas adelgazantes, liposucciones, infiltraciones, rellenos de substancias varias y otros sofisticados remedios cosméticos, salpican las páginas anunciadoras de los periódicos, con la certeza de captar a una parte sustanciosa del interminable tropel de crédulos candidatos. En ocasiones, tras ancestrales fracasos y fraudes de supuestos remedios con exóticos efectos afrodisíacos, se descubre al pertinaz enigma de la impotencia masculina, ha conmocionado profundamente a la sociedad, en el ocaso del siglo.

Si se analizan detenidamente muchos de estos problemas, y su eventual solución, es fácil constatar que, en definitiva, lo que se persigue es colmar un inveterado anhelo del hombre, en su implacable lucha contra el envejecimiento, a través de fármacos que, curiosa e indefectiblemente, ofrecen unos perfiles particulares y comunes. Por lo general tratan un proceso o enfermedad muy usual, a veces funcionalmente importante, aunque otras relativamente banal. En casi ningún caso pretenden una curación total o una mejoría espectacular, sino frenar una evolución desfavorable. Aún a falta de una deseable acción beneficiosa, sus efectos difícilmente van a resultar nocivos, ni perjudiciales para la salud. Dada la variabilidad evolutiva individual del cuadro que pretenden resolver, resulta enormemente difícil cuantificar y valorar su eventual eficacia por medio de estudios comparativos. Sus resultados rara vez son inmediatos, sino dilatados en el tiempo y, en cualquier caso, su eficacia exige una perseverante cumplimentación. Su coste suele ser relativamente elevado, si el tratamiento es corto, y más económico y asequible, cuando es largo e ininterrumpido. Indefectiblemente precisan del apoyo de una agresiva campaña publicitaria en la que se validan todos los procedimientos del mercado farmacéutico, tanto los comerciales convencionales como aquellos real o aparentemente científicos, sutilmente ornamentados con la inevitable pátina de una bibliografía, unas veces seria pero otras de solvencia no siempre incuestionable. Desde una perspectiva puramente comercial, los Laboratorios farmacéuticos se enfrentan a un desafío sumamente sugestivo, difícil de rehuir. En definitiva, su abordaje consistiría en un elemental análisis informático, en el que tras introducir en el ordenador unos parámetros similares a los propuestos y cruzar esos datos con un determinado órgano anatómico, sistema funcional o especialidad médico-quirúrgica, podrían obtenerse un vasto surtido de respuestas relativas a las necesidades terapéuticas de las más variadas patologías y, a partir de entonces, iniciar el diseño y la elaboración del correspondiente medicamento ad hoc.

En el ámbito de la Oftalmología existen, tradicionalmente, varios cuadros cuyos perfiles se ajustan a los requisitos para el florecimiento de estas medicinas de diseño. De entre ellos cabría destacar la sequedad ocular, la blefaritis, la catarata, la miopía y la degeneración macular. No resulta extraño, que una parte muy significativa de los esfuerzos terapéuticos oftálmicos se hayan dirigido hacia esos frentes que, por su frecuencia, lideran tenazmente la cotidiana actividad clínica de los últimos años. En efecto, ardua tarea es discernir si el tan de moda «ojo seco» es un inexplicable tributo biológico de los protagonistas del último decenio, dada la coincidente descomunal progresión de los substitutivos de las lágrimas, colirios lubricantes, humectantes, etc. o intereses espurios han desorbitado su incidencia al constituirse en un potencial, pero innegable, filón comercial. No es tampoco sorprendente que la gran frecuencia de la blefaritis, su contumaz rebeldía a los tratamientos, sus desproporcionadas manifestaciones clínicas oculares, en contraste con su escasa amenaza para la visión, hayan invitado tradicionalmente a ensayar remedios variopintos que, en fechas más recientes, han culminado en la comercialización de diversos geles limpiadores que, si bien parecen prestar una cierta eficacia preventiva, al mejorar la higiene de la zona y proporcionar un cierto alivio sintomático, están lejos de resolver adecuadamente el problema como, con exagerado optimismo, pretende su insistente publicidad. Resulta razonablemente aceptable que, durante largos años, la profilaxis de la catarata constituyera una lógica aspiración para aquellos que contemplaban, con justificado temor, una pérdida progresiva de su visión para la que, como remedio postrero o inapelable, sólo se ofertaba una cirugía arriesgada, problemática y funcionalmente poco satisfactoria y que medicamentos anticataratosos tópicos, como los colirios Yodotiocálcico, Resolutivo, Vitaphacol, Clarvisan, etc., o sistémicos como el Sutilán y, especialmente, la Bendalina, gozaran en su momento de un notable éxito, al menos comercial (la Bendalina constituyó en algún momento uno de los preparados farmacéuticos con más alto nivel de ventas en España), pese a su escaso prestigio entre los escépticos oftalmólogos. La impresionante evolución de la cirugía de la catarata y su ventajosa propuesta como alternativa rápida, segura y eficaz, frente a la muy dudosa utilidad de una terapia medicamentosa prolongada, propició la caída en desgracia de estos preparados y resulta hoy una singular experiencia su demanda por los viejos pacientes, con opacidades incipientes, al aceptar con optimismo el favorable pronóstico quirúrgico. Pero el reto sigue abierto y su propuesta resulta tan tentadora, desde una perspectiva comercial, que sería aventurado apostar contra la contingencia de la aparición futura de otro inédito y milagroso fármaco anticataratoso. Revisar el capítulo de la miopía en el clásico System of Ophthalmology de Duke-Elder permite constatar enciclopédicamente la inmensa cantidad de especulaciones y controversias a que ha dado lugar su etiología, el cúmulo de teorías descabelladas, ingeniosas, fantásticas y contradictorias para explicar su desarrollo y consiguientemente la multiplicidad de propuestas terapéuticas, dispares y antagónicas. El asombroso, pero unánime, desconocimiento sobre el origen y evolución de una enfermedad tan habitual y tan vetusta, permite adivinar el infructuoso papel del interminable listado de soluciones ofertadas, básicamente empíricas, y su creciente desprestigio entre los oftalmólogos que deben escoger entre su justificado escepticismo y el compromiso de mitigar la ansiedad de unos pacientes que contemplan cómo, inexorablemente, progresa su defecto año tras año. Y una vez más, frente a los variados cócteles vitamínicos, preparados vasoactivos, neuroprotectores, etc. y otros sofisticados y exóticos procederes terapéuticos e higiénico-sanitarios, que durante lustros han señoreado su discutible eficacia en la contención o reducción de la miopía, surge como redentora la cirugía, en busca de efectos patentes y tangibles a corto plazo pero obviando, descaradamente, el objetivo más razonable y científico de llegar a su solución en virtud de lograr desentrañar el misterio de su etiopatogenia. Finalmente, la ofensiva terapéutica frente a la degeneración macular se presenta como la más innovadora pero a la vez la más espinosa y enreversada. En ausencia de un conocimiento patogenético preciso, durante los pasados tiempos e incluso en el presente, ha sido el objetivo tradicional de fármacos de acción diversa (vasorreguladores, «protectores» vasculares, oxigenadores, fluidificantes hemáticos, alfa-bloqueantes, antiagregantes plaquetarios, suplementos vitamínicos, antioxidantes), con el propósito de mejorar el trofismo, la irrigación, la microcirculación, la supuesta disfunción metabólica del epitelio pigmentario, el déficit de oligoelementos, etc., en esa exquisita zona retiniana, sin que, por desgracia, se hayan constatado resultados inequívocamente favorables. Los atribulados pacientes deben pues aceptar, con mayor o menor resignación, la ineludible y funesta evolución de su deterioro funcional. Ante el fracaso de la medicina, los más finos cirujanos de retina buscan afanosamente otras soluciones por medio de técnicas quirúrgicas complejas y sofisticadas que, sólo pocas veces, logran efectos funcionalmente satisfactorios para los pacientes. Surge entonces otra propuesta que coordina la farmacología con otra arma sublimada de la medicina moderna, el láser, los ingredientes para el conjuro son perfectos. La hipótesis farmacocinética es sumamente atractiva, teóricamente perfecta, sin duda genial, se trata de una nueva droga fotodinámica (verteporfino) que, transportada por lipoproteínas plasmáticas, se acumula en los neovasos coroideos subfoveolares, permitiendo que su activación por la luz de un láser rojo, no térmico, de una determinada longitud de onda (689 nm), produzca, por la liberación de radicales libres, una lesión endotelial con fenómenos trombóticos que, finalmente, ocluyen dichos capilares anormales. La multinacional patrocinadora es poderosa y solvente, el éxito comercial está casi asegurado. Comienza la ofensiva y en lugar de prolongar prudentemente el ensayo clínico experimental previo mediante un estudio adicional amplio, multicéntrico, controlado, el medicamento se ofrece, con excesiva precipitación a quienquiera pretenda utilizarlo, aunque amparado en la regulación legal estricta de la medicación compasiva, de control fácilmente eludible. El medicamento es enormemente caro y la infraestructura técnica exclusiva y propia. Por supuesto, se habilita un equipo de expertos, se dan numerosos cursos de instrucción, se establecen rígidos criterios teóricos de elegibilidad de la patología macular específicamente candidata al tratamiento, se fijan las condiciones, precauciones, advertencias y riesgos para los pacientes pero ¿quién verifica la responsabilidad y capacitación de los realizadores? ¿quién garantiza que la indicación del tratamiento es correcta y se ajusta al estricto protocolo propuesto? ¿quién asegura una información sensata y veraz del procedimiento a los pacientes? ¿cómo se controla a los desolados aspirantes que, ante una arrolladora marea mediática, pretenden resolver a cualquier precio su problema calificado de incurable aunque, en apariencia, igual al de otra persona a quien presuntamente resultó eficaz? ¿es posible aplicar siempre, rígida, libremente y sin coacciones, los criterios de exclusión y selección de candidatos que establecen los protocolos? ¿cómo convencer a determinados enfermos de lo infructuoso del tratamiento o de su absoluta ineficiencia, en su caso particular? ¿cómo impedir la reclamación de sus cuantiosos gastos, independientemente de los resultados, cuando no es ofrecido por la sanidad pública? ¿cómo puede el oftalmólogo mantenerse al margen, de un modo profesionalmente digno, ante la presión de sus pacientes, obsesionados por las perspectivas de una supuestamente eficaz y novedosa panacea? ¿cuál es la frontera moral del médico, que delimita su integridad y su justificada aspiración a unas legítimas ganancias profesionales?

Estas y otras muchas cuestiones, difíciles de responder, pueden inquietar a la mayoría de los oftalmólogos que, impotentes, se ven persistentemente atrapados en una compleja trama, en la que han de conciliar y armonizar, pugnando por salir airosos, convicciones, principios e intereses, como su lícito escepticismo científico, su sentido común, sus ancestrales reglas deontológicas, su prestigio y honorable ambición profesional y su auténtica honestidad para, sin atentar contra sus razonables beneficios, evitar el innecesario menoscabo económico del paciente o de otros estamentos, públicos o privados.

Frente al interminable acoso, presente y futuro, de las medicinas de diseño, premeditada y gélidamente calculadas, como científicos, estamos obligados a contemplar las ofertas de nuevos y prodigiosos remedios con cierto nihilismo metodológico, basado en un férreo e imperturbable análisis crítico, hasta la firme validación de sus resultados, como médicos, debemos moderar, razonablemente, desde nuestra autoridad moral, unas expectativas de curación de nuestros pacientes precipitadamente optimistas y velar para evitar su manipulación impropia y desaprensiva, defendiéndoles de los ataques impetuosos de un mundo comercial implacable que, en la disyuntiva, rara vez discrimina al ser que sufre y lucha contra la enfermedad, del cliente, anónimo y deshumanizado, que requiere sus servicios y le sustenta.

Dr. José Belmonte Martínez