LA VENTANA DEL RESIDENTE


Sobre el fin de la residencia

GONZÁLEZ MARTÍN MORO J1

(1) Ex-residente Hospital Ramón y Cajal. Madrid.



Dr. J. González Martín Moro.

¿Qué siente uno al finalizar la residencia? Es difícil dar una respuesta simple, porque como ante cualquier otro acontecimiento vital, la situación no es sencilla, sino que se entremezclan una verdadera amalgama de sentimientos. De una parte uno siente cierta satisfacción por haber llevado a buen puerto una etapa importante de la vida, y siente que unos años antes eligió bien, pues lo cierto es que mejor o peor hay trabajo para todos y es raro pasar por el paro. Lógicamente la satisfacción se mezcla con una cierta dosis de nostalgia por esos años que van quedando atrás. Uno va siendo ya veterano, y aunque suene a tópico, lo cierto es que los años van pasando cada vez más rápido.

La residencia es uno de los períodos más intensos y productivos de la vida. Se trata de una etapa práctica, que contrasta con el carácter teórico de la etapa anterior, la carrera. En tan solo cuatro o cinco años, uno aprende una profesión y gran parte de lo que aprende, lo aprende de sus residentes mayores. En ocasiones he oído decir que a medida que uno crece, se parece cada vez más a su padre. A medida que uno cumple años, determinadas actitudes que uno criticaba en su padre, se convierten primero en justificables, luego en comprensibles, y poco tiempo después es uno mismo el que las pone en práctica, y algo parecido ocurre con esa especie de padre adoptivo que es el R mayor, del que uno acaba calcando vicios y virtudes.

Al principio no sabes si has elegido bien. Da cierta pena pensar que el resto de la medicina queda atrás, y esta elección hace difícil la ilusión utópica de salvar vidas con la que todos iniciamos la carrera. A lo largo de esos primeros días es probable que te toque soportar con cierto sonrojo que alguno de aquellos que sí salvan vidas se refiera a ti utilizando de forma despectiva la expresión «vosotros los de los sentidos». Sin embargo la nostalgia y los complejos se acaban en el momento en el que uno se sienta en la lámpara de hendidura y contempla el segmento anterior de un ojo sano. La imagen es de una belleza impactante, y la primera vez impresiona. Entonces uno entiende que su inventor (Alvar Gullstrand), recibiera un merecido premio Nobel.

Durante ese primer mes, estás verdaderamente perdido. Nuestra especialidad es sin duda una de las que más tecnología tienen, y al principio miras al residente mayor con una mezcla de admiración y escepticismo. Cuesta creer que sea capaz de dominar tantos aparatos y de percibir determinadas sutilezas. De recién llegado, uno no ve el Tyndall y cuando mira el fondo de ojo, la papila aparece en ocasiones de forma fugaz y cuesta creer que con el tiempo todo el cristal de la lente pasará a estar ocupado por retina. No entiendes como «tu mayor» puede ver si la cápsula posterior está rota, o percibir el sutil balanceo de la foria. Poco a poco uno se va convirtiendo en residente mayor, y en muchas ocasiones, por desgracia, olvida esa fase de aprendizaje, y cree que lo que ve, lo ha visto siempre, porque es evidente y se ve. Al mismo tiempo, se progresa desde el punto de vista quirúrgico, y curiosamente los mismos movimientos conducen cada vez a mejores resultados, y antes de darse cuenta se termina la residencia. Llega el momento de volar por cuenta propia. Tomas como modelo el currículum de alguno de los que te precedieron, para redactar el propio y da comienzo una dura fase de peregrinaje de hospital en hospital. Todavía conservas cierta inocencia y crees que el currículum es importante. Un mes después sabes que mucho más importantes que el currículum son los contactos.

En ese momento, uno toma conciencia de lo poco que sabe. Cuando era R1, confiaba ciegamente en «su Rmayor», porque creía que el R4 lo sabía todo, y ahora que es R4, piensa que la residencia debería tener algún año más, porque todavía le quedan muchas cosas por aprender.

Se acaba la residencia y es probable que uno termine en un hospital comarcal bien distinto de aquel en el que se formó; de aquel hospital cuyas paredes estaban tapizadas de pósters acerca de enfermedades raras (siempre a propósito de un caso, porque es probable que sea el único). Entonces te das cuenta de que dedicaste más tiempo a estudiar la enfermedad de Harada, que a estudiar refracción. Tomas conciencia de que la poliposis coroidea y el síndrome de Brown que han ocupado tantas tesis y llenado tantos curricula tienen una prevalencia muy baja y de que un oftalmólogo general (y la mayor parte de los oftalmólogos lo somos), tiene una probabilidad baja de ver más de dos o tres glaucomas congénitos a lo largo de su vida. Se hace evidente que tu formación tiene lagunas importantes. De cirugía refractiva sabes muy poco, por no decir nada, y la cirugía refractiva representa un porcentaje alto del volumen total. Inevitablemente en un hospital terciario, el residente se hace una idea algo sesgada de lo que es la realidad de la especialidad. Aún así creo que la residencia de Oftalmología en España, combina bien lo teórico y lo práctico, y es probablemente una de las mejores del mundo.

Sin duda la nuestra es una de las especialidades que más han progresado en los últimos años. Un lustro después, contemplo las cosas de una forma distinta. No sólo no echo de menos no salvar vidas, sino que agradezco trabajar con un órgano que no es vital. Creo que la cirugía de la catarata es en este momento la más perfecta de todas, y que ningún otro especialista médico puede presumir de devolver a un órgano la función que este tenía sesenta años antes. Pienso que como pocas, nuestra especialidad aporta felicidad a la vida de nuestros pacientes. Después de este tiempo, ya no siento nostalgia por haber renunciado al resto de la medicina. Creo que el privilegio de poder ejercer esta profesión supera con creces esa renuncia.