EL TESTAMENTO OFTALMOLÓGICO


Sobre la lección magistral y otras cuestiones propias de oficio de enseñar

SÁNCHEZ SALORIO M1

(1) Doctor en Medicina y Cirugía. Director del Instituto Gallego de Oftalmología.

Yo tenía un profesor en América que me dijo un día «las lecciones magistrales tienen que acabarse».
Y yo le contesté: «claro, es mejor un seminario». Y él me aclaró:
«No es eso. Es que uno no puede dar lecciones magistrales todos los días.»
RAMÓN TRIAS FARGAS
(El País Semanal, núm. 353, pág. 11)


En este tiempo nuestro del póster y del abstract, de la comunicación supercomprimida y cronometrada en la que el presentador —decirle orador suena ya a anacrónico— lo único que hace es pulsar una tecla para que la información audiovisual vaya saliendo de la marioneta electrónica en la que fue previamente enlatada ¿cómo puede justificarse esa escena entre ritual y solemne en la que una persona se sube a un estrado y a través de algo tan antiguo como es el uso de la palabra se adueña del tiempo y del espacio común adoctrinando durante una hora a un auditorio obligatoriamente mudo?

La supervivencia de la lección magistral ¿debe explicarse únicamente como una consecuencia de la rutina o de la insuficiencia de los recursos necesarios para conseguir estructurar una relación en la que los receptores dejen de ser objetos pasivos para transformarse en sujetos activos del proceso educativo? o, llevando el tema al terreno de la psicología profunda ¿debemos pensar que la evidente resistencia al cambio obedece a motivaciones menos «inocentes» de lo que aparenta y la lección magistral clásica persiste porque cumple funcionalidades más oscuras como sería la de gratificar y reforzar el ego de los docentes al expresar simbólicamente una relación muy clara de poder y dependencia, de separar muy claramente quién constituye clase docente y quiénes son simplemente clase discente? Formulando la cuestión con la terminología propia de la política ¿debe considerarse siempre a la lección magistral como una forma «reaccionaria» de enseñar mientras que la docencia coloquial correspondería a una forma más «progresista»?

Por el contrario, al contemplar que la prematuramente desahuciada lección magistral sigue gozando de buena salud no sólo en el mundo académico tradicional sino que vuelve a reaparecer en los congresos y en las reuniones de las que había sido eliminada hasta tal punto que la «Iecture» del profesor invitado suele conseguir niveles de audiencia que no alcanzan actividades más informales y participativas ¿no habrá que empezar a sospechar que la supervivencia de la lección magistral no se debe tan sólo a la rutina y a la inercia anti-histórica de los docentes sino también y sobre todo a que ofrece posibilidades y contenidos que no pueden expresarse en otras formas de docencia?

La lección tiene su origen en la «lectio» medieval: en la lectura y comentario de los textos clásicos. Y todavía hoy esa es su más grave y frecuente tentación: la de ser entendida y ejercida como la repetición más o menos mecánica de un texto. Lo que podía ser necesario y conveniente en una época en la que el libro era un bien caro y escaso no tiene sentido en plena galaxia Gutenberg y menos todavía en la galaxia Bill Gates que ahora irrumpe por todos lados. El gran libro de texto da seguridad y consistencia a la docencia pero cuando un profesor lleva la lección a su terreno gana siempre el libro porque resulta más completo y manejable. Los alumnos pronto se dan cuenta y se van directamente al libro. Y aciertan al hacerlo.

Pero sucede que, entre otras cosas, los libros se escriben y se imprimen para durar (la palabra escrita es siempre una apuesta contra la muerte; un intento, ciertamente vano pero real, de conseguir que no sea la rapina omnia rerarum quien diga la última palabra). Esta necesidad de escapar a la mandíbula roedora del tiempo es lo que hace que el libro de texto evite comprometerse en todo aquello que todavía se presenta como inseguro o problemático. Compendia evidencias y soluciones lo que suele ser bastante aburrido. Describe conocimientos basados en la evidencia pero automáticamente los canoniza y petrifica. Pero resulta que la medicina es siempre, como se dice en el fantástico título de vom Siebeck «Medizin im Bewegung» movimiento constante. Algo que difícilmente puede percibirse en las páginas de un libro de texto.

Y esa es la gran posibilidad de la auténtica lección magistral. Gracias a la libertad de la palabra (las palabras son aire y se las lleva el aire) y a su poder creador, el docente puede intentar recrear en sí mismo y ante los demás las tensiones de ese movimiento. Y eso ¿cómo se consigue?

En el fondo toda lección consiste en contar una historia. Más concretamente, la historia de un problema que nos afecta personalmente. Por eso la verdadera lección se constituye siempre como un género estructurado de acuerdo a la dinámica que la preceptiva literaria aristotélica exigía a la obra teatral: presentación, nudo y desenlace.

La realidad, interrogada por los métodos de exploración, ofrece unos datos (Presentación). Estos datos por sí mismos se nos aparecen como confusos o, incluso, como contradictorios (Nudo). Pero a través de las hipótesis de trabajo los datos se cargan de un sentido nuevo y la verificación de las hipótesis permite ver surgir, una evidencia (Desenlace). Lo importante de la lección no es tanto la solución final —el «happy end» de la historia— como el desarrollo de todo el proceso a través del cual se llega a ese final. La lección es ver surgir una verdad a través de una personalidad que la recrea. Este compromiso personal en el problema es lo que mete en la lección un «pathos» especial, un no sé qué de drama y de espectáculo que explica la supervivencia de un género que parecía desahuciado.

Aquí sigue completamente vigente el consejo de Cajal cuando dice —cito de memoria— que en su exposición el maestro debe de hacer revivir las circunstancias y las emociones del investigador cuando planteó y solucionó por primera vez el problema.

De todo esto puede deducirse ya que para que una lección se impregne del pathos propio del género dramático ha de moverse en un horizonte en el cual las dudas sean al menos tan importantes como las certezas ya adquiridas.

Incluso cuando trate de conocimientos bien consolidados el docente debe mostrar las pistas y procesos que condujeron a la evidencia. Describir como se plantearon las preguntas y como se fueron encontrando las respuestas. Esta «recreación» personal es lo que mete tensión en la lección y lo que la hace, a la vez, interesante y formativa. La universidad o es un lugar en el que se enseña a la gente a hacer —y a hacerse — preguntas o se asimila a un Kindergarlen o a una catequesis más o menos pseudocientífica.

También de todo esto puede deducirse que la primera obligación de un docente universitario consiste en evitar que los llamados objetivos y los planes de estudio de la Facultad correspondiente impidan que los docentes y los discentes perciban las clases —al menos algunas clases— como lo que realmente son: una ocasión o si lo prefieren una disculpa, para la comunicación. La universidad o es un espacio para la comunicación y la creación o es una máquina burocrática. Con más ánimo de provocar que de convencer ha dicho —y escrito— muchas veces que en la docencia todo lo que no es erotismo es burocracia.

¿Qué quiere esto decir? Yo mismo no le sé muy bien. Para el profesor-funcionario la universidad es un lugar en que se dan clases. Y la clase es una actividad en la que se explican cosas conocidas y que figuran en un plan de estudios. Para el profesor-seductor la clase es sólo una disculpa para intentar que surja la comunicación intelectual y afectiva, el contacto creativo entre el adulto que enseña y los jóvenes que aprenden. Eros, en el fondo, es ante todo el dios de la curiosidad y de la comunicación. Ese es el morbo que hace a la docencia a la vez interesante y peligrosa. No hará falta recordar que Sócrates fue condenado a la cicuta acusado de pervertir a los jóvenes.

Sin quererlo nos hemos ido aproximando al gran tema de la vocación docente del que ahora no podemos ocuparnos. Resulta que el ser humano es un ser incompleto. Necesita del otro —o de la otra— para llegar a ser sí mismo. La vocación docente podría tener su origen en esa «sed de otredad» sobre la que en «La llama doble» Octavio Paz discurrió con hondura y belleza inigualables.

Pero, volvamos a la lección magistral. En primer lugar para advertir que la lección debe ser cuidadosamente preparada «ma non troppo». Cuando uno conoce exactamente lo que va a decir en todo momento los oyentes lo perciben claramente y la lección pierde «patetismo». Aquí como en otros temas la perfección suele ser bastante aburrida (por eso mismo el disquete resulta más aburrido que las diapositivas: porque una vez conectado ya no se equivoca nunca. Con las diapositivas nunca se sabia lo que podía ocurrir y su rebelde negativa a dejarse proyectar obligaba muchas veces a improvisar sobre la marcha).

¿Quiere esto decir que la lección deba ser improvisada? La respuesta es rotundamente no. Nada hay más penoso que ver a un docente perdido el hilo de su discurso divagar sin rumbo echando balones fuera hasta que se cumple el tiempo convenido. De lo que se trata es de tener de tal modo aprendido e interiorizado el discurso que uno pueda de vez en cuando olvidarlo e improvisar alguna variación. Olvidarlo y reinventarlo sobre la marcha: ese es el secreto.

Para ser útil para la práctica la lección debe atenerse a problemas bien concretos y delimitados. Pero para que resulte formativa y sugerente debe tener siempre una puerta abierta por la que el orador y sus oyentes puedan escaparse e irse juntos de excursión al campo abierto donde se debaten los grandes temas. El día ¡ay! Ya bien lejano en el que Ramón Ricoy me presentó a Ángeles Amador entonces Ministra de Sanidad le dijo: este señor es a quien por primera vez en mi vida oí hablar del ADN. La «disculpa» había sido la clase sobre queratitis herpética. Los primeros antivirales aún no estaban en el mercado pero ya se conocía su capacidad para «engañar» al genoma del virus y yo dedicaba media hora para «lucirme» explicando a los alumnos el portentoso descubrimiento de Watson y Crick.

Y, ya para terminar, unas palabras tan sólo sobre el carácter reaccionario o progresista de la lección magistral. Cuando el ambiente de un Servicio o de una Cátedra impera dictatorialmente el saber de un manual —y ya no digamos si lo que impera son los apuntes— automáticamente se produce una limitación de la curiosidad y del horizonte intelectual porque el manual da siempre la sensación de que todo está solucionado (la razón es bien obvia: lo que no está solucionado no es «práctico» y sólo por eso ya no interesa al manual). El predominio del manual, como el de cualquier dictadura, bloquea la posibilidad de la crítica y el gusto por la reelaboración personal de los saberes que constituyen la esencia misma del ejercicio universitario. Nosotros estamos completamente de acuerdo con Karl Jaspers cuando dice en el prólogo de su Allgemeine Psicopathologie: El profesor debe estimular a los estudiantes a situarse en una actitud científica. A la realización de este proyecto se opone la existencia de manuales que ofrecen un saber externo, aparente y fragmentario «para la práctica» Este saber es muchas veces en la práctica más peligroso que la ignorancia absoluta.

La lección magistral debe servir para dinamitar esa falsa seguridad del saber establecido canonizado en el manual. Debe mostrar que la Oftalmología, como cualquier otra rama del «arbor scientiarum» no consiste tanto en una colección de soluciones como en un repertorio de problemas.

El planteamiento personal de lo desconocido y la discusión de los posibles métodos para desvelarlo es lo que hará surgir la vocación científica y el afán de conocer no sólo como rentabilidad sino como placer y enriquecimiento personal. Y eso, en el fondo, constituirá la docencia más eficaz pues hoy como ayer, sigue siendo bien cierto lo que el Goethe ya anciano dijo a Eckermann su cronista: «sólo aprendemos aquello que amamos».