EL TESTAMENTO OFTALMOLÓGICO


Mi primera consulta médica

SÁNCHEZ SALORIO M1

(1) Doctor en Medicina y Cirugía. Director del Instituto Gallego de Oftalmología.


Debió de suceder a mediados del año 1948. Yo estudiaba en Santiago segundo curso de medicina. Por aquel tiempo en La Coruña había dos médicos cuya personalidad se confundía con el aura que les procuraba su propia leyenda. Uno era D. Julio Casares, el otro D. Enrique Hervada. Ambos los dos representaban eso que von Weizaecker denominó como «mehr als Artz» «más que médicos». Eran símbolos.

D. Julio era el médico de las derechas. No había en la ciudad convento de monjas ni familia tradicional que no lo tuviese por consultor.

Lo recuerdo alto, fornido, los ojos claros, el cabello y el mostacho bien poblados y blanquísimos. Siempre de negro hasta los pies vestido. También recuerdo la extrañeza que me producía ver que sus hijos que eran mis amigos lo tratasen siempre de usted. En el gran salón de su casa donde nos reuníamos sábados y domingos había un gran retrato del pretendiente D. Carlos con capa, boina vasca, escopeta y perro tumbado sobre una alfombra.

D. Julio subía y bajaba de la Ciudad Jardín donde vivía en un antiguo Ford T de dos plazas que ya en aquel tiempo nos parecía antediluviano y sorprendentemente «old fashioned». En el exterior, junto a la ventanilla, llevaba por bocina una trompeta dorada que D. Julio hacia sonar apretando con fuerza la pelota de goma que insuflaba el aire en el metal. Cuando utilizaba el tranvía —aquél mítico número 3 que recorría renqueante el trayecto entre Puerta Real y Ciudad Jardín— su sentido tradicional de la cortesía hacía que pagase el billete a cuantos en él viajasen fuesen o no conocidos suyos. Así eran por aquel entonces los señores.

La leyenda de D. Enrique Hervada se nutria de ingredientes más lúdicos y divertidos. D. Enrique tenía siempre la ironía a flor de labio, el ingenio rápido, el corazón caliente siempre dispuesto a la aventura y la generosidad ilimitada. Todo el mundo conocía y comentaba sus ocurrencias y transgresiones.

En una ocasión cuando acompañado de sus amigos salía de los toros un pelmazo aprovechado se le acercó y sin más le dijo que desde hacia dos semanas le dolía la garganta y le preguntó que debería hacer para curarse. Sin inmutarse D. Enrique le miró a la cara y le dijo: abra la boca y cierre los ojos con fuerza. Cuando al cabo de unos minutos el pelmazo se decidió a abrir los ojos se encontró que D. Enrique y sus amigos habían desaparecido y que él estaba en la acera rodeado de gente que le miraba con extrañeza.

Pero cuando visitaba a un paciente necesitado D. Enrique no sólo diagnosticaba, recetaba y daba animo. De vez en cuando debajo de la almohada se dejaba olvidado algún billete.

Era famosa su receta para resolver los problemas económicos de la abundante prole «ventureira» —así se dice en Galicia a los hijos de la aventura— que D. Enrique hizo venir al mundo. Al llegar a la edad de trabajar: a las mozas les regalaba una maquina de coser y a los mozos los empleaba en la Compañía de Tranvías donde los Hervada siempre mandaron mucho.

Contra lo que era habitual entre los médicos de La Coruña de esa época D. Enrique sabía mucha medicina y como gran elogio se decía de él que era muy amigo de D. Gregorio Marañon.

Dicho todo esto no será necesario aclarar que D. Enrique era el médico de los «republicanos». Tanto de los moderados como de los jacobinos.

Pues bien, sucedió que D. Julio Casares enfermó. Primero fueron unas pequeñas manías que luego se fueron agravando hasta que sobrevino una profunda postración.

Ante el fracaso de los tratamientos su hijo José, médico creo que recién licenciado decidió llamar en consulta a D. Enrique Hervada.

La visita de D. Enrique se produjo un día por la tarde. En aquel momento estábamos charlando en el salón varios amigos y amigas de Elvira y de Jesús los hijos más jóvenes de D. Julio. Al cabo de un breve rato José apareció en el salón y dirigiéndose a mi me dijo: tú puedes subir, para algo estudias medicina.

Con curiosidad no exenta de emoción subí las escaleras y entré en el dormitorio. D. Julio yacía en la cama al parecer inconsciente. D. Enrique estaba explorando los reflejos tendinosos. Después sacó del maletín el fonendoscopio y auscultó con detenimiento el tórax y el abdomen del paciente.

Al terminar la exploración le habló al oído y D. Julio contestó unas palabras que no pudimos entender. D. Enrique se puso en pie, se volvió hacia nosotros y abriendo los brazos y las palmas de las manos nos dijo: «Está muy grave. No tiene remedio. ¡Está hablando mal de los jesuitas!».

Así era D. Enrique Hervada. Ingenio y figura hasta la sepultura.

A algún lector esta actitud pudiera parecerle una muestra de frivolidad impropia de un médico y de la gravedad del momento en que se produjo. Puede que sea así. Pero lo cierto es que D. Julio falleció muy poco tiempo después y lo hizo en su propia casa, en su cama, rodeado del afecto de los suyos. Sin el sufrimiento sobreañadido de tubos, cables y aparatos. Como creo que debería seguir siendo.

Esa fue la primera vez que asistí a una consulta médica. Y su relato quiere ser un homenaje a la memoria de D. Enrique Hervada García-Sampedro cuando se cumple el cincuenta aniversario de su muerte.