EL TESTAMENTO OFTALMOLÓGICO


Becario en Nueva York
Homenaje a D. Ramón Castroviejo en el centenario de su nacimiento

SÁNCHEZ SALORIO M1

(1) Doctor en Medicina y Cirugía. Director del Instituto Gallego de Oftalmología.


En las «conversaciones con Eckermann» hay un momento en el que el cronista pregunta a Goethe sobre la impresión que le produjo Napoleón en el encuentro que muchos años antes habían tenido en Weimar. Goethe contesta: «Era él. Se veía que era él. Eso es todo».

Pienso que eso mismo podía decir yo de D. Ramón Castroviejo al intentar cumplir lo que Julián García Sánchez me ha pedido: que les cuente mi experiencia como becario en 9 East 91 Street. En aquel palacio que D. Ramón convirtió en hospital sin dejar de ser su propia casa y en el que hace ahora exactamente cuarenta años pasé casi tres meses.

Era él. Se veía que era él. Si ahora entorno los párpados y dejo que los recuerdos vayan volviendo a la memoria por todos lados, ocupándolo todo, aparece el personaje irrepetible que fue Don Ramón Castroviejo. Carpetorefónico típico, a la vez cordial e irascible, terco y flexible, próximo y distante pero siempre hiperactivo. Los ojos moviéndose siempre sin parar escudriñándolo todo, la cabeza medio metro hacia delante y las neuronas en ebullición, nocte et die incubando. Dándole vueltas a las cosas.

Y eso es lo primero que me gustaría resaltar: la personalidad y el coraje de D. Ramón Castroviejo. Porque vivimos tiempos poco propicios a reconocer la importancia formativa y troqueladora del contacto personal con las grandes personalidades. Desde que la pedagogía intenta conformarse como una ciencia positiva tiende a pensarse que la formación tanto de la mente como de la voluntad es asunto casi exclusivo de métodos, planes, contenidos, objetivos y otras zarandajas. En ningún lugar pueden encontrarse ya aquellos libritos que se titulaban «Vidas Ejemplares».

Y sin embargo seguimos necesitando «ejemplos». Modelos personales y concretos de excelencia o de grandeza sobre los que poder proyectarnos y de algún modo reconocernos.

Y traigo aquí esta breve digresión porque estoy convencido de que para todos los que fuimos sus becarios el ejemplo personal de Castroviejo nos supuso al menos dos cosas: por un lado nos enseñó a ser cirujanos pero por otro nos enseñó a ser ambiciosos.

Como cirujano Castroviejo fue un auténtico crack. A la extraordinaria habilidad de sus manos se unía una especial capacidad mental para simplificar cualquier acto quirúrgico. En su modo de operar nunca hubo un gesto superfluo o una concesión a la galería. Todo era rápido y sencillo y de eso era de lo que presumía. Pero Castroviejo no fue sólo un cirujano habilidoso, fue también un creador: inventó técnicas y diseñó instrumentos que alcanzaron difusión universal.

En lo que se refiere a su habilidad yo nunca olvidaré lo que hacían los dedos de su mano izquierda cuando operaba una catarata. Después de abrir la cámara anterior con una simple cuchilla de afeitar introducía su famosa pinza de cápsula a través de una pupila sin dilatar y hacia la presa en la parte más inferior del cristalino. En ese momento la mano derecha traccionaba el cristalino hacia arriba y la mano izquierda con la pinza que le había fabricado Grieshaber tiraba de la esclera hacía afuera. En ese momento en su inglés peculiar Don Ramón decía algo así como «disrupt» queriendo decir que se había roto la cápsula. Entonces los dedos de la mano izquierda invertían la posición de la pinza y con el extremo romo diseñado para ese fin ayudaban el volteo y la salida del cristalino. D. Ramón levantaba la cabeza, me miraba y decía: ¿usted habría podido introducir el criodo a través de esa pupila? Yo, respetuosamente, contestaba: no, pero habría dilatado previamente la pupila. Lo que no impidió que un año más tarde hubiese diseñado un crioextractor propio.

Pero los recursos y habilidades quirúrgicas de D. Ramón no se limitaban a lo que ocurría en el quirófano. Cuando se proponía un objetivo resultaba muy difícil detenerlo. Como ejemplo de su tenacidad y de su ingenio bastará referir una historia que solía contarse en la Clínica y que Luis Fernández Vega ha recordado hace apenas unos días. Debió de ser el año 1930. Después de su primera estancia en Chicago Castroviejo recorrió varias clínicas europeas. En Praga visitó a Elshnig y allí pudo ver los primeros transplantes de córnea que se mantenían transparentes al cabo de mucho tiempo. D. Ramón se dio cuenta de la importancia de lo que veía y al volver a U.S.A. experimentó en la clínica Mayo en cientos de perros y conejos innovando técnicas, geometrías, diámetros y espesores. Ya instalado en Nueva York empezó a realizar queratoplastias en ojos humanos. Cuando comunicó sus primeros resultados le achacaron que se trataba de ojos de conejos. Un año más tarde en el Meeting de la Academia celebrado en Chicago presentó una serie de casos en la que los éxitos superaban ampliamente a los fracasos. Nadie se lo creyó. Pero al años siguiente en el Meeting nuevamente celebrado en Chicago al discutirse los resultados... ¡hizo entrar en la sala a cincuenta pacientes operados con éxito y que se habían desplazado desde Nueva York!

Así era D. Ramón Castroviejo y eso fue también lo que su ejemplo nos enseñó: la gestión de lo que uno mismo piensa y sueña. En un entorno muy complejo y muchas veces hostil D. Ramón se atrevió a plantear apuestas importantes y siempre las ganó. El secreto siempre es el mismo: conocer y saber jugar los naipes que la genética y la educación nos concedieron. Desde muy joven supo gestionar con valentía y con astucia su propio imaginario creando una institución en la que todo giraba alrededor de su persona y del escenario en el que se sentía feliz y se sabía maestro indiscutible: el quirófano. Porque lo cierto es que en la Clínica Castroviejo uno podía encontrar ayudantes, visitantes y becarios pero nunca hubo estrabólogos, retinólogos o glaucomatólogos. Ni su Ego ni su absorbente personalidad lo hubiesen permitido. Era el reto que traían los nuevos tiempos y como tantas veces ocurre quien había respondido con eficacia y brillantez extraordinarios al reto anterior no supo —o no quiso— ver que el desafío histórico había cambiado de signo. No se libró de lo que Arnold Toynbee describió como «idolización de la respuesta exitosa». Cuando se produce un cambio histórico los que acertaron al responder el reto anterior tienden a transformar la respuesta en un ídolo al que hay que defender y preservar. Y son otros, más libres, los que se adelantan y aciertan. Sic transit gloria mundi.

Pero a mí y a todos los que fuimos sus becarios nadie nos podrá quitar nunca la gozosa experiencia de haber conocido y vivido la gloria y el triunfo de un oftalmólogo español allí donde late con más fuerza el corazón del mundo: la mítica ciudad de Nueva York.

Y eso es lo que yo quisiera agradecer a D. Ramón Castroviejo ahora cuando se cumplen cien años de su nacimiento.